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Actualizado: 11 de julio de 2025


La señora de Candore, sencillamente de la familia Neris, era hija de un riquísimo comerciante de lanas y había cambiado el millón de su dote con la partícula que le llevó su marido por toda fortuna. De un orgullo de emperatriz y gran señora hasta las uñas, hizo pronto olvidar la modestia de su origen.

La nueva empleada de Correos, provista de todos los diplomas, tiene la intención, según me ha dicho, de utilizar las horas que tiene libres, y hasta me ha rogado que le busque discípulas en Candore o en los alrededores.

Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un nocturno de Chopin, estaban discutiendo la cuestión de una nueva institutriz y la de Candore se quejaba vivamente de la dificultad de hallar una reemplazante para miss Dodson.

La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad, su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esas aspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al ser físico y descuidaba el ser moral. Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en los brazos amigos de Julieta. La condesa se dignaba aprobar esa amistad.

Ambos hablaban y reían con un aplomo de buen gusto, pero que no por eso dejó de atacar los nervios un poco irritables del señor de Candore, el cual arrojó el cigarro medio fumado y bajó rápidamente al encuentro de su prima. Blanca se disponía a volver a la quinta con las facciones animadas por el ardor del juego, mientras la sangre corría más viva bajo su piel transparente y nacarada.

Carlos cerró los ojos para huir de la visión tentadora. No respondió con energía, no quiero la dicha a ese precio... Y yo no quiero llamarme la señora de Candore, sino la señora de Raynal... La puerta de la izquierda se había abierto a su vez, y Eva se adelantaba valientemente hacia el joven admirado.

En sus raras apariciones por Candore, el conde, movido por una especie de respeto involuntario, se había abstenido siempre de pronunciar el nombre de la empleada, a quien, por otra parte, había casi olvidado.

El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

La de Candore quería seguramente para su hijo el brillante matrimonio que él tenía derecho a esperar, y corresponder a sus bondades introduciendo la perturbación en su casa era una verdadera falta de delicadeza. Olvídeme usted, amigo mío: olvide un momento de locura del que no tardaría usted en arrepentirse. Separémonos sin remordimientos, ya que no sin pesar.

Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo: ¡Gracias! En seguida se puso valientemente a la tarea. Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.

Palabra del Dia

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