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Actualizado: 11 de junio de 2025


Nada más que en la dulce mirada de admiración y de gratitud que dirigía a su señor y dueño mientras él se retorcía el bigote escuchando con aparente deferencia la interminable arenga del cura, se veía el don absoluto y gozoso de su persona, de su vida y de su alma. La de Candore, en el colmo de la dicha, disimulaba su satisfacción bajo una impasibilidad convencional.

Esta feliz idea, que cuadraba muy bien con los gustos de la castellana, había hecho a la de Candore muy popular. ¡No es tan orgullosa como se dice! exclamaban las comadres, encantadas de ser admitidas en el castillo. Al menos hace vivir al país declaraban los comerciantes, entusiasmados por la ganga. Resucita las antiguas costumbres decían los viejos en tono de aprobación.

Para decir verdad, al ver al conde pesado y grosero, noble campesino, más campesino que noble, y a su mujer elegante, distinguida y altanera, no se adivinaba de qué lado estaba la alianza desventajosa ni cuál de los dos se había «encanallado». El señor de Candore no había heredado más que el blasón de sus abuelos y su prodigalidad.

Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél...

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