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Actualizado: 17 de julio de 2025
A cada momento se metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la camisa y lo que él llamaba mi pescuezo cuando «apostaba la cabeza» por cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante y sobre todo era muy socorrido.
Ni soñando dejaba de hablar de las puertas, de rogar, de suplicar y aun de exigir con voz terrible y amenazadora que las abriesen; la enfermera tenía miedo de quedarse con él de noche, aunque le habían puesto una camisa de fuerza y le habían atado a la cama. Mejoraba rápidamente.
Acabó en esto de encender el candil el cuadrillero, y entró a ver el que pensaba que era muerto; y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño de cabeza y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó a su amo: -Señor, ¿si será éste, a dicha, el moro encantado, que nos vuelve a castigar, si se dejó algo en el tintero?
Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a mis pies fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa. Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no comprender.
Mientras comía su mendrugo y el pedazo de queso, pensaba, con la incertidumbre de siempre, si se estaría apropiando un alimento que podía faltar a otros, y esto hizo que se fijase en el único que en toda la gañanía no se preocupaba de la cena. Era un jovenzuelo de cuerpo desmedrado, con un pañuelo rojo anudado al cuello y una camisa por todo abrigo sobre el pecho.
Llevaba un holgado frac azul grotescamente cortado, un ancho pantalón de tela y un chaleco escarlata con botones de áncoras, y al que le faltaban por lo menos seis pulgadas para llegar a la cintura; finalmente, un inmenso cuello de camisa rígido y almidonado se levantaba amenazador por encima de las orejas de este personaje.
Detrás del mostrador aparecía Hindenburg, despechugado, con la camisa arremangada sobre sus brazos voluminosos como piernas. Yo soy el capitán Ulises Ferragut.
Mas léjos, al derredor de una fuente pública, se agrupan en desórden los aguadores asturianos, de calzon corto y alpargata, chaqueta remendada, camisa indefinible, sombrero diminuto y fisonomía contradictoria, en cuyos rasgos parecen luchar la imbecilidad del servilismo y la inquietud del genio pendenciero.
Moreno se cuidó de abrochar los botones de la levita de Pirovani que estaban sueltos. Luego le subió el cuello, para que no se viese el blanco de su camisa. Torrebianca examinó por su parte á Canterac. Estaba correctamente abrochado como un militar, pero su padrino le subió también el cuello de la levita.
Después de su aislamiento allá abajo en su patria, le parecía un paraíso aquel rincón del café lleno de humo, donde en trabajoso italiano, matizado de españolas interjecciones, podía hablar de Beethoven y del héroe de Marsala, y permanecía horas enteras en delicioso éxtasis, viendo a través de la densa atmósfera la camisa roja y las melenas rubias y canosas del gran Giuseppe mientras sus compañeros le relataban las hazañas del más novelesco de los caudillos.
Palabra del Dia
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