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Actualizado: 3 de junio de 2025


¿A qué hora tiene que pagar? A las tres se dejó decir la otra con gran espontaneidad. Aún sobra tiempo. Oyose el ruido de la puerta que Celestina había cerrado de golpe, al salir en busca del café.

Sobre esta base el afortunado seductor no tuvo inconveniente en que la chula concertase el cuándo y el dónde de aquella trascendental conferencia. En casa no podía ser. La dignidad le impedía a D. Laureano ir a la del sillero sin obtener antes una satisfacción. En la calle no era decoroso, ni en el café del Siglo prudente.

Voy cargado como un santísimo burro». Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj. ¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado yo! Las golosinas la venden.

Su seriedad y sus años le inspiraban respeto. Además, tenía la convicción de que aquel señor jamás le convidaría a champán y cigarros, como los otros. Por esto, a pesar del ejemplo de sus padres, se mantuvo apartado del intruso que venía de repente a perturbar su vida. Después del almuerzo, cuando Fernando tomaba café con Maltrana en el jardín de invierno, pasó Mrs.

Todo lo sabían aquellas criaturas, a pesar de sus pocos años, como si al cogerse al pezón de la nodriza hubiesen comenzado a hojear el primer libro. Sus juicios resonaban terribles, inexorables, concisos, capaces de hacer temblar de pavor las mesas del café. Casi todos los escritores españoles eran atunes, besugos o percebes: género marítimo que sólo podía gustar a paladares groseros.

Madó Antonia acabó por serenarse, bebiendo los restos del café preparado para el señor. Ya no tenía miedo, pero sentía honda tristeza por la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte. ¡Acabar de este modo la casa de los Febrer! ¿Y Dios podía tolerar tales cosas?... Cierto desprecio por el señor vino a sobreponerse momentáneamente al antiguo cariño.

La última consistía en jugar cuatro en diversas mesas, siguiendo un «sistema» común que el pianista juzgaba infalible. Después de tomar el café, todos los habitantes de la lujosa «villa» parecieran agitados por una comezón que no les dejaba continuar en sus asientos. Castro se marchó el primero, anunciando que iba al Casino.

Jamas una conversacion se reproduce entre los mismos interlocutores, cualquiera que sea la composicion de los grupos en las cincuenta ó cien mesas de cada café. En unos no hay mas que hombres; en otros se reunen los dos sexos; aquí son escritores, allá negociantes; en este todos son jóvenes; en aquel se confunden todas las edades.

Cuando les cae del sielo una peseta van al café, piden unas cañas y dan al moso un real de propina. An Barselona ningún moso puede tomar propina. ¿El café cuesta un real? Pues sa deja el real sobre el platillo y sa va... Esto de la propina lo tenía sobre el corazón. Era, en su concepto, uno de los vicios que roen el corazón de la sociedad contemporánea.

Había sin embargo uno que parecía estraño á tanto afan, á tanta curiosidad. Era un hombre alto, delgado, que andaba lentamente arrastrando una pierna rígida. Vestía una miserable americana color de café y un pantalon á cuadros, sucio, que modelaba sus miembros huesudos y delgados.

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