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Doña Luz enmudeció: no acertó a decir palabra alguna; pero en su rostro, donde no cabía el disimulo y donde se reflejaban todos sus sentimientos, se pintaban el júbilo, la emoción afectuosa y la agradable sorpresa.

El rey no pudo dormir aquella noche. No era el agradecimiento lo que le tenía despierto, sino el disgusto de casar a su hija con aquel picolín que cabía en una bota de su padre. Como buen rey que era, ya no quería cumplir lo que prometió; y le estaban zumbando en los oídos las palabras del marqués Meñique: «Señor rey, tu palabra es sagrada. La palabra de un hombre es ley, rey».

No será ocioso decir que en aquel momento sintió D. Benigno renacer en su pecho la antipatía que en otras ocasiones le inspirara su amigote; pero como en tan noble alma no cabía la ingratitud, pensó en las atenciones y cuidados que al mismo debía durante la enfermedad, y con esto se le fue pasando el rencorcillo.

Entre aquellas figuras interesantísimas se veía á Bismarck, al Emperador do Alemania, á Napoleón y á otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de puro orgulloso. Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba á las vertiginosas curvas del wals con su amada en brazos, fuera imposible.

Además, en sus corazones no cabía rencor, ni siquiera hostilidad; las bromas no las ofendían. ¡Y cuidado que algunas eran bien pesadas! La que les dio Paco Gómez en cierta ocasión hizo raya: aún se cuenta con regocijo en Lancia.

Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de que le prestaba energías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de una ola muy hinchada en el momento de reventar.

Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontró en lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tan estrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona; aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el grueso muro. Empezaron á descender. Quevedo contaba los escalones. A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha abertura abovedada. La escalera continuaba.

Era un temperamento muy nervioso el suyo; no cabía en él la indiferencia: o amaba o aborrecía. Por eso, pasada la sorpresa, sin buscar la razón de tal antipatía, trocose presto su amor en odio. Y a los pocos días la brigadiera Ángela, si quiso, pudo observar que los ojos de Miguel no expresaban ninguna clase de adoración.

Pero observo que ahora te apura, y antes no te apuraba. ¿Por qué así? Ya te lo he dicho: porque lo veo muy de cerca ya. El pobre don Alejandro no cabía en la silla, de inquieto y de nervioso que le ponía aquel desencanto que sufrían sus candorosas ilusiones.

Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño..., si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color.