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Al borrar las manchas de sangre con el trapo mojado, dejó al descubierto dos orificios en el busto de don Jaime, uno en el pecho y otro en la espalda... Bueno: la bala le había atravesado el cuerpo; no habría que extraerla, y esto llevaban adelantado.

Es un soberbio busto con armadura y banda, estudio preliminar probablemente para obra de mayor importancia. Retrató también a Juan Mateos, ballestero principal de Su Majestad, autor del libro famoso Origen y dignidad de la Caza, impreso en Madrid en 1634.

Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin más intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aún por una condescendencia de los años, y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas, recogiéndose atrás.

Habían llegado al templete, cúpula sostenida por columnas blancas, con una verja en torno. El busto de Virgilio se alzaba en el centro: una cabeza enorme, de hermosura algo femenil. El poeta había muerto en Nápoles, «la dulce Partenope», á su regreso de Grecia, y su cadáver tal vez estaba hecho polvo en las entrañas de este jardín.

Le hizo describir muchas veces cómo era la tumba del santo en el crucero de la catedral, las apolilladas tapicerías que perpetuaban sus milagros, el busto de plata que guardaba su corazón... Además, la puerta principal de Vannes se llamaba de San Vicente, y los recuerdos del santo estaban aún vivos en sus crónicas. También se propuso visitar esta ciudad cuando el buque volviese á Brest.

Y de un salto, el músico llegó hasta el busto, besándolo con humildad infantil, como un niño acaricia al padre ceñudo e imponente.

El busto de un personaje desconocido que en Apsley House posee el duque de Wellington. El del letrado Don Diego del Corral, de cuerpo entero y tamaño natural, vestido con ropón, junto a una mesa y papeles en las manos. Debió de pintarlo hacia 1632, y es propiedad de la duquesa de Villahermosa.

Se detuvo junto a una reja, y al tocar ligeramente con los nudillos en sus maderas, se abrieron éstas, destacándose sobre el fondo oscuro de la habitación el arrogante busto de María de la Luz. ¡Qué tarde, Rafaé! dijo con voz queda. ¿Qué hora es?... El aperador miró al cielo un instante, leyendo en los astros con su experiencia de hombre de campo. Deben ser ansí como las dos y media.

Después de Pedro los menos bulliciosos eran la Regenta y el Magistral; a veces se miraban, se sonreían, De Pas dirigía la palabra a Anita de rato en rato, tendiendo hacia ella el busto por detrás de la Marquesa, para hacerse oír; don Álvaro los observaba entonces, silencioso, cejijunto, sin pensar que le miraba Visitación, que estaba a su lado.

De este período de su vida quedan dos retratos en busto de Felipe IV: uno en la Galería Nacional de Londres con traje negro bordado de oro, y el de Madrid donde la ropilla, también negra, esta huérfana de adorno, sin que sobre ella resalte más nota clara que el blanco lienzo de la valona lisa y tiesa que la separa del rostro.