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Actualizado: 2 de junio de 2025
Y las cabezas de la comisión se movían para murmurar el optimismo del agradecimiento: ¡Pero este Brull habla muy bien!...
Aquella mujer, falta de ternura, que jamás había experimentado la menor emoción en su roce conyugal y se prestaba al amor con la pasividad de una fiera amansada y fría, enrojecía de emoción cada vez que el jefe admitía como buenas sus ideas. ¡Si ella dirigiera el partido!... Ya se lo decía muchas veces don Andrés, el amigo íntimo de su esposo, uno de esos hombres que nacen para ser segundos en todas partes, y fiel a la familia hasta el sacrificio, formaba con los dos esposos la santa trinidad de la religión de los Brull esparcida por todo el distrito.
Bajaba la fortuna de la casa de Brull, pero aumentaba su prestigio. Las talegas recogidas por el viejo a costa de tantas picardías, se desparramaban por el distrito sin que bastasen a reemplazar su hueco algunas distracciones de fondos municipales. Don Ramón contemplaba impávido aquel derroche, satisfecho de que hablasen de su generosidad tanto como de su poder.
Esta es una atención de las que no se olvidan... ¿Pero quién viene con usted?... El barbero ataba ya la barca a los hierros cuando Leonora le hizo esta pregunta. Es don Rafael Brull contestó con lentitud. Un señor al que creo ha visto usted otra vez. A él debe agradecerle la visita. La barca es suya, y él es quien me metió en la aventura.
Este contraste entre el pasado y el presente halagaba su amor propio, aunque allá en el fondo del pensamiento le escarabajease la sospecha de que en la preparación del recibimiento habían entrado por mucho las ambiciones de su madre y la fidelidad de don Andrés con todos los amigos unidos a la grandeza de los Brull, caciques y señores del distrito.
Y Brull, orgulloso del mandato, salía como un rayo entre el estrépito de los timbres que llamaban los diputados a votar y las correrías de los ujieres.
El semanario del partido dedicaba un artículo todos los años a los sobresalientes y premios de honor del «aprovechado hijo de nuestro distinguido jefe don Ramón Brull esperanza de la patria que ya merece el título de futura lumbrera».
Según él, no había en el mundo persona de más mala intención y con más memoria para recordar nombres y caras. Brull era el caudillo que dirigía las batallas; el otro ordenaba los movimientos y remataba a los enemigos cuando estaban divididos y deshechos. Don Ramón era dado a arreglarlo todo con la violencia, y a la menor contrariedad hablaba de echar mano a la escopeta.
Mandaban los otros... todos menos la casa de Brull. La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie.
Habían llegado frente a la gran casa de Brull. Rafael buscaba con su llave la cerradura. Y bien dijo el viejo irritado, ¿qué dices tú a todo esto? ¿Qué piensas hacer? Contesta; pareces mudo. Yo repuso el joven con energía yo haré lo que mejor me parezca.
Palabra del Dia
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