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A falta de otros méritos decían de él los de la casa: «Ese es de los pocos que vienen aquí de verdad». Su nombre no figuraba gran cosa en el extracto de las sesiones, pero no había empleado, periodista o tertuliano de la clase de caídos que al ver el apellido de Brull invariablemente en la lista de todas las comisiones que se formaban, no dijera «¡Ah! : Brull el de Alcira».

Y cuando el general rumor de protesta llegaba hasta doña Bernarda, ésta elevaba las manos con desesperación. ¿Dónde irían a parar? Su hijo quería perderse. Don Matías, el rústico millonario, callaba, y en presencia de doña Bernarda fingía ignorarlo todo. Su interés por emparentar con la familia Brull le hacía ser prudente.

Entre un estrépito de aplausos y vivas a Brull, la negra avalancha se dirigió a la iglesia. Había que hablar con el cura para sacar el santo, y el buen párroco, bondadoso, obeso y un tanto socarrón, se resistía siempre a acceder a lo que él llamaba una tradicional mojiganga.

Le gustaba contemplar desde aquella altura el inmenso señorío de la familia. Toda la gente que habitaba la rica llanura según decía don Andrés describiendo la grandeza del partido llevaba el apellido de Brull como un hierro de ganadería.

En sus huecos algunas sombras saludaban con brazos que parecían aspas, aquella llama roja que resbalaba sobre el río, marcando la línea negra de la barca y las siluetas de los dos hombres encogidos en sus asientos. Había corrido la noticia de la expedición por toda la ciudad y la gente gritaba saludando el rápido paso de la barca: ¡Viva don Rafael! ¡viva Brull!

Con él había conocido Brull la vida de aquellos jornaleros del arte, siempre de pie en el mercado, esperando el amo que no llega.