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Actualizado: 2 de junio de 2025


Los chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de hortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, al ilustre hijo de Alcira.

Hacía tiempo que había fijado su atención en la hija de un amigo suyo. En la casa se notaba la falta de una mujer. Su esposa había muerto poco después de retirarse él de los negocios, y el viejo Brull se indignaba ante el descuido y falta de interés de las criadas.

Contamos con Brull. Era una dinastía que venía reinando treinta años sobre el distrito, cada vez con mayor fuerza. El fundador de la casa soberana había sido el abuelo de Rafael, el ladino don Jaime, que había amasado la fortuna de la familia con cincuenta años de lenta explotación de la ignorancia y la miseria.

Así fue prosperando, sin que las burlas de la gente de la ciudad le hicieran perder la confianza de aquel rebaño de rústicos que le temían como a la Ley y creían en él como en la Providencia. Un préstamo a un mayorazgo derrochador le hizo dueño del caserón señorial que desde entonces pasó a ser de la familia Brull.

D. Rafael Brull sentíase como en su propia casa al entrar en aquel corredor; lóbrega garganta cargada de humo de tabaco, llena de trajes negros que se agolpaban en corrillos o se movían abriéndose paso trabajosamente con los codos. Ocho años estaba allí.

Trataba poco a Rafael, adivinando que su madre no había de ver con buenos ojos esta amistad, pero mostraba cierto aprecio por el joven; le tuteaba por haberle conocido niño, y decía de él en todas partes. Es el mejor de la familia; el único Brull que tiene más talento que malicia.

¡Pillo! ¡Hereje!... ¡Descamisado!... exclamaba doña Bernarda. Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio. A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido.

En la escuela los muchachos le miraban como un ser superior que por bondad descendía a educarse entre ellos. Una plana bien garrapateada; una lección repetida de corrido, bastaban para que el maestro, que era del partido para cobrar el sueldo sin grandes retrasos, dijera con tono profético. Siga usted tan aplicado, señor de Brull. Usted está destinado a grandes cosas.

Y también antes de morir vio perpetuada la dinastía de los Brull con el nacimiento de su nieto Rafael, producto de los encuentros conyugales instintivos e insípidos de un matrimonio al que sólo unía la costumbre y el deseo de dominación. El viejo Brull murió como un santo.

Lo había sabido Rafael y allá iba a salvarles exponiendo su vida; él tan rico, tan poderoso. ¡Qué hombres todos los de la familia de Brull!... ¿Y aún había quien hablaba contra ellos? ¡Qué corazón!

Palabra del Dia

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