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Actualizado: 16 de junio de 2025


No tenía despacho la casa; pero Bringas se había arreglado uno muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separándolo de la pieza con un cortinón de fieltro. Allí cabían muy bien su mesa de trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias.

Mis hijos, ¿dónde están? murmuró Bringas. Junto a la puerta estaban Isabelita y Alfonsín, aterrados, mudos, sin atreverse a dar un paso: el pequeño con el pan de la merienda en la mano, masticándolo lentamente; la niña seria, con las manos a la espalda, mirando el triste grupo de sus padres consternados. Rosalía les mandó acercarse.

Don Benjamín era felicitado por la manera severa y eficaz con que había enseñado la puerta de la calle a los revoltosos. Los señores Palenque, don Policarpo Amador, don Narciso Bringas y don Pancho Fernández, rodearon al doctor Trevexo y la sesión continuó como si nada hubiese sucedido.

Como llamaron de súbito a la puerta y entraron los pequeños, no pudo la de Bringas ser más explícita, ni Pez tampoco; únicamente tuvo ella tiempo de hacer constar una cosa: «Deseaba mucho que usted volviese. Tengo que hablarle...». Los besuqueos de los niños interrumpieron esta grata conferencia, que iba tan conforme al plan de la Pipaón.

Al fuerte golpe siguió un grito de Bringas, mas tan agudo y doloroso, que Rosalía se quedó sin aliento, fría, parada... ¿Qué era? ¿Se había caído la bóveda y cogido debajo al mejor de los maridos? Pasado el breve estupor que tan insólitos ruidos le produjeron, Rosalía corrió hacia Gasparini, y allí, ¡Santo Dios!, vio un espectáculo incomprensible.

Al lado de Bringas no había gozado ella ni comodidades, ni representación, ni placeres, ni grandeza, ni lujo, nada de lo que le correspondía por derecho de su hermosura y de su ser genuinamente aristocrático; pero en cambio, ¡qué sosiego y qué dulce correr de los días, sin ahogos ni trampas, ni acreedores!

Por la mal entornada puerta de la alcoba se veía un lecho grande, dorado, de armadura imperial, sin deshacer y con las ropas en desorden, como si alguien hubiera acabado de levantarse. Refugio creía que la señora de Bringas la visitaba, cediendo al fin a sus instancias, para ver los artículos de su industria. «Ha venido usted un poco tarde le dijo . ¿Sabe usted que estoy vendiendo todo?

Mas como ninguna dicha es completa en este detestable mundo, sino que los sucesos prósperos han de llevar siempre consigo su proyección triste, como llevan los cuerpos todos su sombra, aquel placer de la Bringas tenía por uno de sus lados una oscuridad desapacible.

Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, había conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven que vendía los boletines en la entrada, le gritaba: A , don Jacinto, a ; me manda don Narciso. ¡Eh, don Jacinto, eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas.

Ella debió de contestar que no había para qué expulsar a nadie, y él, animándose, pidió perdón de su apego a la familia Bringas... Privarle del consuelo de tales afecciones habría sido una crueldad; y hablando en plata, el foco de atracción... , esta era la palabra, el foco de atracción... «no encuentro que esté tanto en mi buen amigo como en mi amiga incomparable.

Palabra del Dia

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