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Actualizado: 16 de junio de 2025


Entonces Blázquez Serrano pidiole disculpas de venir a turbar aquellos momentos de saludable meditación; pero se trataba, dijo, de un asunto harto grave y venía a exigirle el postrer homenaje a la amistad que les había ligado hasta entonces. Vuesa merced se va exclamó; pero yo quedo, y solamente la palabra de vuesa merced puede auxiliarme en esta cuita.

La calle estaba gris y solitaria; pero un instante después, viniendo del lado de Mediodía, aparecieron dos lacayos, con la librea amarilla y azul de los Blázquez, en seguida un alto escudero con traje de grana y botas de camino, y, por último, en silla de manos, Beatriz. Doña Alvarez, la dueña, caminaba detrás, golpeando las losas con el báculo.

Una de sus piernas colgaba fuera del lecho, y el pantuflo, sostenido sólo por los dedos del pie, rozaba las losas. Blázquez Serrano, antes de despertarle, contemplole unos minutos con envidiosa admiración. Una hora después salía del convento resuelto a ingresar a las órdenes.

Cuando Blázquez Serrano se halló de nuevo a solas, en su coche, camino de Avila, el fuego de la honra comenzó a encenderle la sangre. Ya no quería seguir meditando en la enormidad del ultraje recibido, buscaba sólo la forma de la venganza.

Así, por la virtud del vano cristal, aquel hidalgo, desde su reseca y polvorosa Castilla, creíase transportado a la ciudad de las lagunas, donde pasara, bajo el negro o verde antifaz, horas inolvidables. Entre don Íñigo y don Alonso Blázquez Serrano formose pronto esa amistad ceñida y lisonjera que suele enlazar a los descontentos.

Dos días después, don Alonso Blázquez Serrano, saliendo de visitar al señor de la Hoz, topaba con Ramiro en la escalera. El mancebo descendió para acompañarle. Cuando llegaron al patio, don Alonso, arrimándose a una columna, como si buscara ocultarse de los lacayos, díjole sin ambages que algunas personas comenzaban a murmurar de sus frecuentes visitas al barrio de Santiago.

Entonces doña Alvarez, levantando su bastón, dejolo caer sobre el cacharro, diciendo con voz baja y severa: La hija de un Blázquez no bebe en la rúa. La niña obedeció, y sonriendo a su antiguo galán, que se acercaba haciéndose encontradizo, murmuró dulcemente: El otro domingo vuelve mi padre de la corte. Vaya vuesa merced a saludalle.

Como a unos tres cuartos de legua, en la dirección de Villatoro, habitaba, durante el verano, Urraca Blázquez de San Vicente, con sus dos hijos varones. El marido, Felipe de San Vicente, Comisario del Santo Oficio e individuo del Consejo de las Ordenes, pasaba la mayor parte del año en Madrid. Los dos mancebos eran el azote de aquel rincón de la sierra. Andaban siempre juntos y se aborrecían.

La historia de aquella estirpe estaba ilustrada de más altas proezas y famosos amores que un libro caballeresco. Don Alonso descendía, por línea recta de varón, del adalid Ximeno Blázquez, primer Gobernador y Alcalde de la ciudad, cuando fue repoblada por el Conde Raimundo de Borgoña.

Cierto día, al retirarse de una de sus visitas, Blázquez Serrano topó con Ramiro en la antecámara. El niño estaba sentado en una silla de alto y esculpido respaldo. Sus ojos parecían contemplar fijamente alguna imagen dolorosa de su propio cerebro. Hubiérase dicho un infante embrujado.

Palabra del Dia

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