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Actualizado: 12 de junio de 2025


Despertaron á los dormidos pasajeros con el sobresalto y asombro que suele causar cualquier alboroto á los que están durmiendo, y más oyendo nombrar fuego, voz que con más terror atemoriza los ánimos más constantes, rodando unos las escaleras para bajar más apriesa, otros saltando por las ventanas que caían al patio de la posada, otros que por pulgas ó temor de las chinches dormían en cueros como vinagre, hechos Adanes del baratillo, poniendo manos donde habían de estar las hojas de higuera, siguiendo á los demás y acompañándolos Don Cleofás con los calzones revueltos al brazo y una alfagía, que por no encontrar la espada topó acaso en su aposento, como si en los incendios y fantasmas importase andar á palos ni cuchilladas: natural socorro del miedo en las repentinas invasiones.

Todas aquellas propiedades mobiliarias y los ganados de las campañas pertenecen de derecho a Facundo. Doscientas cincuenta carretas con la dotación de diez y seis bueyes cada una, se ponen en marcha para Buenos Aires llevando los productos del país. Los efectos europeos se ponen en un depósito que surte a un baratillo, en el que los comandantes desempeñan el oficio de baratilleros.

Así anduvo nuestro buen hombre por los años de 1720 y 24 y era muy frecuente encontrarlo por la mañana y tarde, ya en el monte del Baratillo, bien junto á una puerta, ó bien en medio de una plazuela rodeado de muchachos á los cuales daba enseñanza, y tan de la confianza de algunos fué haciéndose Toribio con paciencia y dulzura, que las horas en que tenía costumbre de dar su lección, poníase en el extremo de una calle ó plazoleta y allí sacaba de debajo de su capa raída y sucia una campanilla que agitaba con fuerza, y á su toque se veían de distintas partes acudir á los niños, que más de una vez dejaban instintivamente el juego para rodear al pobre montañés y escuchar sus toscas palabras.

Esteras y alfombras allí eran tan desconocidas, como en el Congo las levitas y chisteras; sólo en lo que llamaban gabinete había un pedazo de fieltro raído, rameado de azul y rojo, como de dos varas en cuadro. Los muebles de baratillo declaraban con sus chapas rotas, sus patas inválidas, sus posturas claudicantes, el desastre de sus infinitas peregrinaciones en los carros de mudanza.

Yo he oído decir al mismo Isidoro, cuando acababa de volver de sus peregrinaciones, que en Lisboa tenía un estupendo baratillo nada menos que un Palha, individuo de una de las más ilustres y antiguas familias portuguesas, según lo atestigua Cervantes en el Quijote.

A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo.

Y sin ir tan lejos, en la misma capital de Austria, hay un egregio conde que tiene tienda de cristalería, y otro muy distinguido caballero que la tiene de tejidos de lana en la calle de Carintia. ¿Porqué pues, sin desdoro de sus timbres y blasones, no ha de tener un baratillo un señor de noble prosapia? Acaso, dijo Poldy, Isidoro de Ziegesburg entre en esa cuenta.

Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado.

Sus ropas parecían no haberse desprendido de su rechoncho cuerpo desde que nació, y sus greñas mal peinadas, de color de barbas de maíz, despedían un olor a pomada de baratillo, más desagradable que su aliento. Isidora sentía hacia ella repulsión invencible; no la podía mirar, no la podía tocar, y al sentirla cerca, se estremecía de horror. Antes moriría de hambre que comer cosa guisada por ella.

Palabra del Dia

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