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Actualizado: 9 de mayo de 2025
Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.
La biblioteca del Seminario la trataba como cosa propia. Algunas tardes iba a la catedral para perfeccionar sus estudios de música religiosa hablando con el maestro de capilla y el organista. En el aula de oratoria sagrada dejaba estupefactos al profesor y los alumnos por la fogosidad y la convicción con que pronunciaba sus sermones.
Recuerdo yo, no haber leído, sino haber oído contar, en el aula del Seminario donde estudié Filosofía, sin averiguar más tarde en qué autoridad, documentos o testimonios se apoyaba la historia, que el doctísimo Cornelio a Lápide fue en su niñez una criatura casi tonta o insignificante por lo menos, pero que paseando un día por los alrededores de su lugar, tuvo la desgracia o la fortuna de encontrarse en medio de dos partidas o bandos de muchachos, que estaban apedreándose, y de recibir en la cabeza una tremenda pedrada.
En cuanto a Oliverio a quien sólo le he presentado en los escaños del aula, imagine usted un mozo amable, un poco raro, muy ignorante en materia de lecturas, muy precoz en todas las cosas de la vida, de aire desenvuelto en sus actitudes y en sus palabras, no sabiendo nada del mundo y adivinándolo todo, copiando sus formas y adoptando ya sus prejuicios; figúrese usted algo inusitado, un afán singular, jamás risible, de anticiparse a su edad y ser todo un hombre improvisado a los diez y seis años escasos; algo naciente y maduro, artificial y seductor, y comprenderá cómo mi tía pudo encantarse de mi amigo, hasta el punto de disimularle ciertos defectos de escolar, atendiendo que eran el único resto de niñez que aún conservaba.
Por allí anduvimos á la ventura durante tres cuartos de hora, atravesando calles y callejuelas, como para ver si notábamos esa especie de gusto clásico que debe reinar en unos lugares donde manda la ciencia. Efectivamente, hay aquí algo de la vida revuelta del estudiante, y del silencio austero del aula.
Como no estuviese enfermo, asistía puntualmente a clase, y era de los que traían mayor trajín de notas, apuntes y cuadernos. Entraba en el aula cargado con aquel fardo, y no perdía sílaba de lo que el profesor decía. Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que se lo iba a llevar el viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo.
Los sobresalientes y premios del colegio de Alcira continuaban en Valencia, y además, don Ramón y su esposa se enteraban por los periódicos de los triunfos alcanzados por su hijo en la «Juventud jurídico escolar», una reunión nocturna en un aula de la Universidad, donde los futuros abogados se soltaban a hablar discutiendo temas tan originales como si la «Revolución Francesa había sido buena o mala», o «el socialismo, comparado con el cristianismo».
Sentía un desprecio sin límites hacia su compañero el profesor de francés que una hora antes que él ponía clase en la misma aula y que era de origen marsellés, marido, a la sazón, de una corsetera de la calle de la Luna, antiguo barítono de opereta bufa, que había dejado el canto por debilidad del pecho.
Los campos se llenan de amapolas, el aire de mariposas, de flores el jardín y la Universidad de calabazas. Muchos rapaces, sin embargo, se inflan al recibir la nota de sobresaliente, en señal de que han salido del aula hechos unos pozos de ciencia, y así se lo creen los papás.
Nunca entraba sereno al aula, con las reservas y la gravedad propias del maestro, sino a saltitos acompasados, refregándose las manos, si hacía frío, o abanicándose con una pantalla de paja, si hacía calor.
Palabra del Dia
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