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Actualizado: 25 de junio de 2025


Aquí tenía a mi antigua nodriza para ayudarme a cuidarle, y además... ¿Creías que yo atravesaría todos los días a nado este brazo de mar, como atravesaba el Helesponto el bello Leandro? Te burlas, pero el respirar el mismo aire que , era también la dicha...

Mirando instintivamente por la ventana entreabierta, pues era verano, el joven ministro vió á Ester y á Perla en el sendero que atravesaba el recinto sepulcral. Perla lucía tan bella como la luz de la aurora, pero se encontraba precisamente en uno de esos accesos de alegría maligna, que cuando se presentaban, parece como que la segregaban por completo de todo lo que era humano.

Vieron que atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante. ¡Que no camine ligero el patrón! exclamó Prince. ¡Va a tropezar con él! aullaron todos.

Cañete siguió el largo pasadizo que, abriéndose sobre el atrio, conduce a la sacristía, y no bien desapareció, el acompañante echó a correr calle arriba. Dos minutos después, el cura atravesaba el atrio con la sotana levantada y llevando una bolsita en la mano. Corrió hasta el número 70, y llamó: no obtuvo respuesta.

Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba orillado este negocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar, en un recodo del camino solitario, junto a un puente de madera que atravesaba el Raíces, riachuelo poético, sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corría al próximo Océano, sin gran prisa, seguro de llegar antes de la noche; y eso que el sol ya se había escondido tras de las olas que bramaban a lo lejos.

Por fortuna, nadie había en la galería por donde atravesaba. Ahora dijo para la condesa, continuando en su marcha y en su pensamiento es necesario que esta carta llegue á manos de mi padre, sin que la lleve yo... ¡bah! renuncio á mi venganza á trueque de que mi padre y señor pudiera reconocerme; preferiría irme á él con la cara descubierta, y mostrarle la carta de don Rodrigo.

Por consiguiente, dediqué mis pensamientos á la historia de Ester Prynne, que fué objeto de mis meditaciones muchas y muchas horas, mientras me paseaba á lo largo de mi habitación, ó atravesaba cien y cien veces el espacio, nada corto por cierto, que mediaba entre la puerta principal de la Aduana y una de las laterales.

Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos.

Se le atravesaba como otras muchas, y al fin, después de mil tentativas que parecían náuseas, la soltaba entre sus bonitísimos dientes y labios, como si la escupiera. Prefería contar particularidades de su infancia. Su difunto padre poseía un cajón en la plazuela y era hombre honrado. Su madre tenía, como Segunda, su tía paterna, el tráfico de huevos.

Contribuía también a ello la idea suya de reprocharle de nuevo el traje sombrío que se había puesto la víspera para ir al teatro. ¡Ah! era siempre el clubman ligero, el hombre chic, eternamente esclavo de sus preocupaciones de snob y esto, en el momento mismo en que ella ansiaba sentir una emoción tierna, una solicitud afectuosa, capaz de confortarla durante el período de inquietud que atravesaba.

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