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Actualizado: 1 de mayo de 2025
Díjole Anselmo que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del nombre de Clori, y que, aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos.
Anselmo fue a llamar al médico y Petra se instaló a la cabecera de la cama, como un perro fiel. La cocinera, Servanda, iba y venía con tazas de tila, silenciosa, sin disimular su indiferencia; era nueva en la casa y venía del monte.
¿Y qué le dices? ¡Pues no quiere usted saber poco! Ni el padre Anselmo, que es mi confesor, pregunta tanto. Algo de muy interesante y misterioso tendrá lo que dices a Antoñuelo, cuando ni al padre Anselmo se lo confiesas. No se lo confieso porque no es pecado, que si fuera pecado se lo confesaría. Y no se lo cuento tampoco, porque a él no le importa nada, y a usted debe importarle menos que a él.
El cura D. Miguel casó a doña Luz y a D. Jaime. Sólo fueron testigos o se hallaron presentes D. Anselmo, Pepe Güeto y su mujer, don Acisclo y dos de sus hijos, un íntimo amigo de don Jaime, venido para ello de la corte, coronel de caballería, y llamado D. Antonio Miranda, y los criados de la casa de D. Acisclo. El P. Enrique fue también testigo de la boda.
Doña Brianda se limpió el beso con el pañuelo de encajes; pero doña Inés miró sonriendo amablemente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro tanto... Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de buen humor, y siguieron luego danzando y riendo... Mas de pronto, como convidado de piedra, se apareció en el dintel de la puerta la imponente figura de fray Anselmo.
»-No hay duda deso -replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario.
Don Anselmo, excitado, volvió a desenvolver sus doctrinas de positivismo, y el Padre, cediendo a las instancias de doña Luz y de su amiga, volvió a discutir con su acostumbrada dulzura, tranquilidad y sosiego. El P. Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco, ni más caído que antes. En su voz no se notaba jamás la menor alteración; nada de violento ni de atormentado en sus ademanes ni en su gesto.
En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y, queriendo entrar a ver quién los daba, sintió que le detenían la puerta, cosa que le puso más voluntad de abrirla; y tanta fuerza hizo, que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y, acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él, diciéndole: »-Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó; es cosa mía, y tanto, que es mi esposo.
Dichosos los ojos que ven a usted prosiguió doña Inés . Hace no sé cuántas semanas que no pone usted los pies aquí. ¿Qué negocios le traen a usted tan ocupado? ¿Qué le ha caído a usted que hacer que no le deja siquiera una hora o dos libres por la noche para venir a mi tertulia, verme y darme el gusto de que yo le vea, echar algunas manos de tresillo o tener un rato de agradable conversación con el padre Anselmo y con los demás señores que honran mi casa con su presencia?
La duquesa meditó: «Felicita piensa de modo distinto que el obispo acerca de la doncellez. Me gustaría que el pobre Facundo la oyese.» Repórtese, Felicita amonestó la duquesa . Tiene usted razón; pero nada se enmienda con lamentaciones tardías. Felicita cayó en una especie de alelamiento, que duró poco. Quiero ver a Anselmo dijo, poniéndose en pie.
Palabra del Dia
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