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Actualizado: 6 de julio de 2025


La fiebre amarilla, recién establecida en aquellas regiones, solía ensañarse con los forasteros.

Había en el comedor un reloj de pared que era el Matusalén de los relojes. Su mecanismo tenía, al andar, son parecido a choque de huesos o baile de esqueletos. Su péndulo descubierto parecía no tener otra misión que ahuyentar las moscas, que acudían a posarse en las pesas. Su muestra amarilla se decoraba con pintada guirnalda de peras y manzanas.

LEA. ¿Una juventud...? ¿Con la señora Gimblon, que tiene ya la cuarentena...? ¡Hasta le llaman «la Fiebre amarilla»...! LA SE

Se embarcó en el mismo buque que nosotros, para La Habana. ¡Qué mudado estaba, y cuán desgraciado era! ¡Estoy seguro de que no le habríais conocido; pero siempre tan suave, tan condescendiente, tan bueno! Poco tiempo después de nuestra llegada, murió de la fiebre amarilla. ¿Murió? exclamaron a un tiempo la marquesa y su hija. ¡Pobre, pobre Stein! dijo la condesa.

Todo lo pintaban, como los persas; y en las paredes de sus sepulturas hay caballos con la cabeza amarilla y la cola azul. Mientras fueron república libre, los etruscos vivían dichosos, con maestros muy buenos de medicina y astronomía, y hombres que hablaban bien de los deberes de la vida y de la composición del mundo.

Por eso, cuando los estudiantes pasaban en la procesión, vestidos de negro, con una flor amarilla en el ojal, los pañuelos de todos los balcones soltábanse al viento, y los hombres se quitaban los sombreros en la calle, como cuando pasaban las banderas; y solían las niñas desprenderse del pecho, y echar sobre los estudiantes, sus ramos de rosas.

Más tarde, cuando la santa alianza tuvo que reconocer que tu dulce país tenía la fiebre amarilla... ¡Por mi Juana! era una fiebre de libertad.

La aurora, que sólo tenía apoyado uno de sus rosados dedos en aquel rincón del orbe, se atrevió a alargar toda la manecita, y un resplandor alegre, puro, bañó las rocas pizarrosas, haciéndolas rebrillar cual bruñida plancha de acero, y entró en el cuarto del capellán, comiéndose la luz amarilla de los cirios.

El caso, de común acuerdo, se ocultó o se disimuló para con el público. La fiebre amarilla hacía entonces muchas víctimas en Río. En la Tejuca no atacaba nunca aquella enfermedad, pero si alguien la traía a la Tejuca desde Río, la muerte era inevitable y rápida. Para el público se supuso que Arturito había muerto en la Tejuca de la fiebre amarilla.

Sobre la mesilla hay una palmatoria con su bujía apagada, un reloj despertador, dos ó tres libros de cubierta amarilla, un par de guantes y un pañuelo de seda. El caballero que duerme en la cama del siglo XVII, duerme con la cara hacia la pared y no podemos decir otra cosa sino que es rubio y disfruta de abundante y riza cabellera.

Palabra del Dia

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