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Don Álvaro veía a la Regenta envuelta en aquella claridad de batería de teatro y notó en la primer mirada que no era ya la mujer distraída de aquella tarde.

Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía. La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El chin, chin de los platillos, el rum rum del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentes de Quintanar. ¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!

Pasado que fué esto, D. Alvaro hizo poner fuego á tres galeras de las que había en el canal, y la guardia que estaba en ellas la hizo venir al fuerte, porque tenía bien menester della, estando seguro que las cuatro galeras no serían más acometidas, porque eran bastantes para guardarse y tener el paso de la mar para que las fragatas que viniesen de Sicilia y Malta pudiesen venir y tornar, y que las galeras y otros bajeles de los enemigos no se pudiesen acercar al fuerte ni dalles nenguna pesadumbre.

Los comentarios que se hicieron, infinitos. Se forjaron mil hipótesis sobre el caso. Ni faltaba tampoco quien supusiera que D. Álvaro y su esposa hacía tiempo que mantenían correspondencia, y que era ella quien resistía venir a visitarle hasta la hora presente.

Pero lo que perdían en amplitud los argumentos ganábanlo en intensidad. Cada vez eran expresados con mayor y contundente energía, y con más descompasadas voces. De tal modo, que raro era el día que no saliese de allí alguno ronco; generalmente, eran Alvaro Peña y don Feliciano; los más débiles de laringe, no los más voceadores.

Alvaro Cubillo hubo de tener un carácter sensible, casi femenino, opuesto á la representación de pasiones enérgicas, pero conocedor de las más dulces del alma, especialmente de la de la mujer, y aficionado, por su propensión natural, á lo tierno y agradable, á la pintura del amor ferviente y lleno de abnegación.

Después de retirada esta gente, dijo D. Alvaro al Capitán Galarza que se había dejado ganar la mano derecha de Carlos de Haro al estar por las trincheas de los turcos; que no había guardado la orden que le dió.

Don Álvaro vio que mientras la conversación general ocupaba a todos los convidados, que esperaban en el salón, en pie los más, la voz que les llamase a la mesa; Ana disimuladamente se había acercado al Magistral y junto a un balcón le hablaba un poco turbada y muy quedo, mientras sonreía ruborosa.

Ese hombre y este pueblo me llenan la vida de prosa miserable; diga lo que quiera don Fermín, para volar hacen falta alas, aire...». Estos pensamientos la llevaban a veces tan lejos que la imagen de don Álvaro volvía a presentarse brindando con la protesta, con aquella amable, brillante, dulcísima protesta de los sentidos poetizados, que había clavado en su corazón con puñaladas de los ojos el elegante dandy la tarde memorable de Todos los Santos.

El único conquistador serio del bando era D. Álvaro y todos le envidiaban tanto como admiraban su fortuna y hermosa estampa. Pero nadie como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes El Estudiante, abonado de la bolsa de enfrente, la vecina al palco de Vegallana. Trabuco era el núcleo de la que se llamaba la otra bolsa y había procurado rivalizar en elegancia, sans façon y mundo con los de Mesía.