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Actualizado: 29 de julio de 2025


Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse, quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Y esto mismo le irritaba.

Y las señoras fingían no verles al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga, decían con acento irónico: «¿Ha visto usted?... Ahí está esa echándole el anzuelo, delante de todos, al hijo de doña Bernarda». Aquello era escandaloso: las señoras decentes tendrían que quedarse en casa.

Nadie más que él sonrió: los demás, incluso Valle, que era ya un personaje político, aceptaban aquella severa etiqueta, persuadidos de que practicándola, se alejaban del vulgo y ganaban en prestigio y respetabilidad. Casi siempre coincidían todos en el modo de ver las cosas; cuando así no era, se mostraban tal deferencia los unos a los otros para contradecirse, que concluían por estar conformes.

La criatura no podía hacer ningún llamado visible ni inteligible a su padre, y éste se encontró bajo la impresión de una extraña mezcla de sentimientos; de un conflicto de pesares y de alegrías viendo en aquel pequeño corazón que no respondía con ningún latido a la ternura medio celosa del suyo, mientras que los ojos azules se alejaban de los de él y se fijaban en la extraña cara del tejedor.

La barca se arrastró primero mansamente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y comenzó a cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre. Al frente, el oscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos lados, sobre la mar negra, barcas y más barcas que se alejaban como puntiagudos fantasmas resbalando sobre las olas.

La tarde estaba apacible y límpida: sólo algunas nubes festonadas asomaban la frente por encima de la crestería de las montañas. El sol no les molestaba sino á ratos, y su fuerza estaba deleitosamente mitigada por un vientecillo fresco que el río traía sobre su corriente. Según se alejaban del palacio y de sus contornos, crecía pasmosamente la locuacidad de la condesa.

También Canterac aceptaba al ingeniero norteamericano como acompañante de la marquesa. Le parecía más tolerable que el odiado Pirovani. Vió cómo se alejaban los dos jinetes, y aunque sentía un enojo sombrío, como siempre que le rechazaba Elena, procuró disimularlo, encaminándose después á la casa de Moreno.

Unas veces las voces y los ruidos aturdian como si estallaran sobre los tímpanos; otras se alejaban repentinamente ó iban suavizándose por grados hasta desvanecerse cadenciosamente en un eco vago, infinitamente lejano, como si el sonido se perdiese entre los pliegues invisibles del cielo, en los desiertos y abismos del Océano ó en las profundidades recónditas de una selva americana sin fin.

Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los vasos; que callaban los músicos; que, obscurecido el sol, lo sustituía una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que todo quedaba en silencio.

En los antiguos días había ángeles que venían a tomar a los hombres por las manos y los alejaban de la ciudad de la destrucción.

Palabra del Dia

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