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Llegado, pues, el temeroso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadahalso, donde estuviesen los jueces del campo y las dueñas, madre y hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente, a ver la novedad de aquella batalla; que nunca otra tal no habían visto, ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto.

Lo que me preocupa es la centralización que proviene de la iniciativa individual, y del empeño que todos solemos tener de vivir en la capital y de abandonar los campos, las aldeas y hasta las ciudades que no consideramos de grande importancia.

Entonces se le ocurrió ir a ver a D. Restituto, párroco de una de las aldeas inmediatas a Peñascosa, hombre que pasaba entre sus compañeros por avisado, prudente y aficionado a los libros.

Pero sus íntimos le habían oído, en el secreto de la confianza, después de comer bien, a la hora de las confesiones, que para él no había afrodisíaco mejor que el frío. «Ni los mariscos producen en el efecto del agua y la nieve». Y como sus aventuras eran todas rurales, salía el buen Vegallana a desafiar los elementos, recorriendo las aldeas, entre lodo, hielo y nieve en su coche de camino.

Estas cruces bárbaras, con estrellas y corazones grabados en negro, dan un carácter sombrío y trágico a las aldeas vascas. En el vértice del cerro donde se asienta Zaro, en medio de una plazoleta, estrecha y larga, se yergue un inmenso nogal copudo, con el grueso tronco rodeado por un banco de piedra.

Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia. Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de la murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo.

que eres de esas aldeas, y conoces todo eso, ¿no sabes por dónde podremos ir sin que encontremos a nadie? Pero, si estará todo húmedo.... Ya no; el sol habrá secado la tierra.... ¡Yo traigo buen calzado. Anda... vamos, Petra! Ana suplicaba con la voz como una niña caprichosa y con el gesto como una mística que solicita favores celestiales. Petra miró asombrada a su señora.

Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos.

Pero en el momento de ir a dar el latigazo y cuando numerosos campesinos trepaban ya por la ladera para regresar a sus aldeas, se vio asomar muy lejos, en el sendero de Trois-Fontaines, un hombre alto, delgado, cabalgando en una jaca grande y roja, con una gorra de piel de conejo, de visera ancha y baja, metida hasta los hombros, dejando ver sólo la nariz.

Por mucho que sienta tener que declararlo, sin embargo, todo esto es una amarga y evidente verdad, pues la inmoralidad y el engaño son en la actualidad los dos rasgos más notables de la vida en las aldeas inglesas. Estaba parado, inmóvil y atónito, escuchando esa extraña conversación entre la hija del millonario y su amante secreto. La arrogancia de aquel hombre me hacía hervir la sangre.