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Actualizado: 2 de junio de 2025


Alcaparrón hablaba con cierto orgullo de sus primas, pero lamentando de paso la diversa suerte de familia. ¡Ellas hechas unas reinas y él con su pobre mare, sus hermanos pequeños, y Mari-Cruz, su pobrecita prima, siempre enferma, ganando dos reales en el cortijo! ¡y muchas gracias que les daban trabajo todos los años sabiendo que eran buenos!... Sus primas eran unas descastás que no escribían a la familia, que no la enviaban ni esto.

Toda su vida parecía concentrada en los ojos hundidos, cada vez más negros, con más luz, como dos gotas de légamo tembloroso en las profundidades de las órbitas amoratadas. Por la noche, Alcaparrón, en cuclillas detrás de ella, huyendo de su mirada para llorar libremente, veía clarear a la luz del candil sus orejas y las alillas de la nariz, con una transparencia de hostia.

¡Mari-Crú! ¡Palomica mía! suspiraba la vieja. ¿Me ves? ¡Aquí estamos toos!... ¡Contesta, Mari-Crú! suplicaba Alcaparrón, lloriqueando. Soy tu primo, tu José María... Pero la gitana sólo contestaba con estertores roncos, sin abrir apenas los ojos, mostrando por entre los párpados inmóviles las córneas de un color de vidrio empañado.

El aperador continuaba exasperando al gitano con ese humor campesino que se goza en enfurecer a los pobres de espíritu y a los vagabundos. Oye, Alcaparrón, ¿ sabes quién es este señor? Pues es don Fernando Salvatierra. ¿No has oído hablar nunca de él?... El gitano hizo un gesto de asombro, abriendo los ojos desmesuradamente. ¡Pues poco nombrao que es el señó!

Y con esto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si catara cuatro diferentes vinos. Llegó la hora de cenar; vinieron a servir unos pícaros que los bravos llaman «cañones». Sentámonos a la mesa; aparecióse luego el alcaparrón; empezaron, por bienvenido, a beber a mi honra, que yo hasta que la vi beber no entendí que tenía tanta.

La tía Alcaparrona había sacado de bajo de sus faldas una botella de vino para celebrar su buena fortuna en la ciudad. La prole salía a sorbo en el reparto, pero la vista del vino era suficiente para esparcir la alegría. Alcaparrón, con la vista puesta en su madre, que era la mayor de sus admiraciones, cantaba acompañado de las palmas que batían en sordina todos los de la familia.

Temió que el gitano, en presencia de don Fernando, hablase de sus amores con la hija del padrino, y se apresuró a despedirle. Toma un pitillo y lárgate... mala sombra. Tu madre estará esperándote. Alcaparrón obedeció con la docilidad de un perro.

¿Quién sabe continuó el rebelde si en esas estrellas, que parecen guiñar sus ojos en lo alto, hay algo a estas horas de la luz de esos otros ojos que tanto amabas, Alcaparrón?... Pero la mirada del gitano delató un asombro, que tenía algo de compasivo, como si creyese loco a Salvatierra. Te asusta la grandeza del mundo, comparada con la pequeñez de tu pobre muerta, y retrocedes.

Púsose en marcha el vehículo, balanceándose con agudos chirridos de su eje sobre los baches del camino. A la zaga del carro, cogidos a él, marchaban la vieja y su prole menuda. Detrás, caminaba Alcaparrón, al lado de Salvatierra, que deseaba acompañar hasta la ciudad a aquella gente humilde.

Y yo, Alcaparrón amigo, cuando siento ganas de llorar recordando la nada de aquél montón de tierra, la triste insignificancia de las florecillas que lo rodean, pienso en que no está allí mamá completamente, que algo se ha escapado, que circula al través de la vida, que me tropieza atraído por una simpatía misteriosa, y me acompaña envolviéndome en una caricia tan suave como un beso... «Mentira», me grita una voz en el pensamiento.

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