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La verdad era que esto de ir al albercón y a la fuente, más que fatiga era recreo y solaz para Juanita, la cual divertía a las otras muchachas con sus agudos dichos y felices ocurrencias, las hacía reír a casquillo quitado y gozaba de popularidad y favor entre ellas. Era ya Juanita una guapa moza en toda la extensión de la palabra.

Sin embargo, ora fuese por candorosa coquetería, o sea por deseo de lucir la gallardía de su persona, deseo de que no se daba cuenta, ora porque Juanita necesitase del ejercicio corporal y de mostrar y desplegar la energía de su sana naturaleza, Juanita, aun cumplidos ya los diecisiete años, gustaba de ir por agua a la fuente del ejido, allanándose a veces, a pesar de la desahogada posición de su madre y de ella, a ir al albercón a lavar alguna ropa, cuando la ropa era fina y temía ella, o aparentaba temer, que manos más rudas que las suyas la estropeasen.

También al lado y dentro del albercón, y a poca distancia de él, donde hay un vallado o seto vivo de zarzamoras, granados y madreselvas, que limita y defiende las huertas, y sobre el cual seto se pone a secar la ropa lavada, se extiende y dilata la tertulia democrática y popular con mucha charla, risotadas, jaleos y retozos, pues no faltan nunca zagalones y hasta hombres ya maduros que acuden por allí atraídos por las muchachas, como acuden los gorriones al trigo.

En el espíritu de don Paco pudo, sin embargo, más que el deleite de ver a Juanita en la fuente o volviendo del albercón, la idea de que, estando ya muy remotos los siglos de oro, no era posible imitar a la princesa Nausicaa, sin rebajarse o avillanarse demasiado; y así, aconsejó y amonestó tantas veces y con tan discretas razones a Juanita para que no fuese a la fuente, apoyándole siempre la madre de ella, que Juanita cedió, al cabo, y dejó de ir a la fuente y al albercón, retrayéndose, además, de otros varios ejercicios y faenas que no son propios de una señorita.

En primer lugar, siendo yo mocita casadera, y si no ocupando cierta posición, aspirando a ocuparla, debí dejar de ir por agua a la fuente y a lavar al albercón. Debí darme más tono. Y ya que no me lo di, aún fue mayor disparate el querer de repente transformarme en dama y eclipsar y aturdir y excitar la envidia y la rabia del señorío mujeril de este lugar.

Todavía esta fuente tenía otro mérito y prestaba otro notable servicio, porque, además de un gran pilar en que iban a beber y bebían todas las bestias de carga y de labor y los toros, vacas y bueyes, y además de otro pilar bajo, que solía ser abrevadero del ganado lanar y de cerda, llenaba con sus cristalinas ondas un espacioso albercón cercado de muros que lo ocultaban a la vista de los transeúntes, adonde iban las mujeres a lavar la ropa, remangadas las enaguas hasta los muslos y metidas en el agua hasta la rodilla, como por allí es uso, aun en el rigor del invierno.