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El licenciado, hombre de una probidad admirable, declara que no sabe tocar las castañuelas, lo cual no impide que enseñe en catorce capítulos cómo han de tocarse. Para enseñar una materia no es absolutamente imprescindible saberla, cosa que se observa en la «Crotalogía» del licenciado Francisco Agustín Florencio y en casi todas las cátedras de las Facultades modernas.

Los primeros á quien este capitan acometió fueron 16 españoles con su alferez, los cuales fueron á reconocer las tierras de San Agustin. Habiendo con sus soldados atacado á estos, facilmente los desbarató, y los despedazó todos, como si fuera uno solo.

Primero se presentan la muerte, el dolor, la edad, el tiempo, dos ángeles, San Agustín, San Jerónimo y San Francisco.

Los Padres de San Mauro en la famosa edicion que han hecho de las Obras de San Agustin, han impreso esta Dialéctica en el tomo primero, poniéndola, como lo merece, entre los apócrifos, atribuidos á este Santo Padre.

También había lo que ella llamaba papel de encaje, que son las hojuelas estampadas que cubren las cajas de tabacos. Aquello era de los cigarros de Agustín, y se lo había dado Felipe. No contaré los papelillos de agujas vacíos, los guantes viejos, los tornillos, las flores de trapo, los pitos de San Isidro, los muñequillos, restos de un nacimiento, las mil menudencias allí hacinadas.

General Eusebio Hernández. General Enrique Loinaz del Castillo. General Salvador Cisneros Betancourt. General Manuel Piedra. General Gerardo Machado. General Domingo Méndez Capote. General Fernando Freyre. General Alfredo Rego. General Pedro Delgado. General Agustín Cebreco. General Alberto Nodarse. General Eduardo Guzmán. General Manuel Delgado. General Carlos González Clavel.

Es una buena suerte que poseamos hoy los caracteres que nos ocupan: si se hubiesen perdido, esta opinion del P. San Agustin seria muy aceptable y se hubiera creido en la estension por todo el Archipiélago de la escritura arabe.

Todo eso que usted ve no es bello me dijo Agustín. Pero, ¿qué quiere usted? No hay que considerar esto como una residencia de placer, sino como un lugar de espera. Regresamos por la noche. Las necesidades de su puesto le reclamaban. Menester fue que ganásemos a pie el lugar en donde se detenía el carruaje público que debía conducirnos a París.

Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele algo.... Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista. Y lloró sobre las Confesiones de San Agustín, como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.

«Seguramente es menester que haya usted sufrido mucho me escribía Agustín, contestando a las declamaciones muy exaltadas que le dirigí pocos días después de la partida de Magdalena y su marido; pero, ¿por qué? ¿por quién? Continúo proponiéndome cuestiones que nunca quiere usted resolver.