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Actualizado: 27 de junio de 2025
Los dos jinetes sentían la honda emoción de una expectativa trascendental, temerosos de las consecuencias de una repentina resolución de los nobles brutos, y abrumados también por la actitud de intensa curiosidad con que eran observados por Baldomero, Hipólito, José, Águeda, el caballerizo, Juancito, los perros, las vacas y hasta las palomas que sobre los tirantes del techo inclinaban sus cabecitas como para mirarlos mejor.
Al fogonazo, vió a Martín en el tronco del árbol y volvió a disparar. Se oyó un chillido agudo de mujer y el golpe de un cuerpo en el suelo. La madre de Carlos y las criadas, alarmadas salieron de sus cuartos gritando, preguntando lo que era. Catalina, pálida como una muerta, no podía hablar de emoción. Doña Águeda, Carlos y las criadas salieron al jardín.
Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más. Había habido algunos minutos de silencio. Doña Águeda lo rompió diciendo: Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa. Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada....
«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca. Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con ten.
Un día, una vieja criada de casa de Ohando, chismosa y murmuradora, fué a buscarle y le contó que la Ignacia, su hermana, coqueteaba con Carlos, el señorito de Ohando. Si doña Águeda lo notaba iba a despedir a la Ignacia, con lo cual el escándalo dejaría a la muchacha en una mala situación. Martín, al saberlo, sintió deseos de presentarse a Carlos y de insultarle y desafiarle.
Por un lado, el jardín se continuaba con una magnífica huerta en declive, orientada al mediodía. La familia de los Ohandos se componía de la madre, doña Águeda, y de sus hijos Carlos y Catalina.
Maravillas y primores de la cocina casera comió Anita en cuanto el estómago pudo tolerarlas. Doña Águeda con unos ojos dulzones, inútilmente grandes, que nadie había querido para sí, miraba extasiada a la convaleciente que iba engordando a ojos vistas, según las de Ozores.
En casa de Visita faltaban los moldes de cierto flan invención de la difunta doña Águeda Ozores; además, el horno de la cocina no tenía tanto hueco como el de la cocina de la Marquesa; en fin, no le adornaban otras condiciones técnicas, que no entendían ellos.
Los chicos innobles, que pudiera decirse, de Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza , con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La única esperanza era un americano.
Águeda, José, Juancito y los peones comentaban, en la cocina, lo que pasaba «adentro»; bajo el ombú grande estaba el break en cuyo estribo trasero se había sentado Lorenzo que tenía la cabeza apoyada entre las manos; en las gruesas raíces del ombú estaba sentado Hipólito y junto a él, que con un palito trazaba marcas de hacienda en el suelo, Ricardo de pie le consultaba sobre la hora de llegar al pueblo.
Palabra del Dia
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