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El de Oriente, ávido de lujo y de sensaciones, prodiga sus riquezas con frenética magnificencia: Al-Mamún el dia de su boda siembra mil gruesas perlas en el sedoso cabello de su amada, y pide setecientos porteros para su palacio, y árboles de oro y plata para sus jardines . El de Occidente, igualmente pródigo de sus tesoros, asombra con sus rasgos de generosidad á los avaros hijos del Norte: Abde-r-rahman II para aplacar el justo enojo de su querida Tarúb hace tabicar la puerta de su aposento con sacos llenos de dinares, á fin de que al hacer la hermosa concubina las paces con su señor, sea una lluvia de oro la recompensa de su perdon . Codicia el de Oriente la posesion de la ciencia y se esfuerza por alcanzarla, porque Mahoma habia dicho en su Koran: «Un entendimiento sin erudicion es como un cuerpo sin almaHarun llama á su corte á los médicos, á los filósofos, á los literatos, á los artistas, sin distincion de patria y de religion , los colma de agasajos y de honores, forma con su auxilio el vínculo moral único capaz de contener la disolucion de su imperio, y á su benéfico influjo las nociones antiguas, momentáneamente proscritas por la inexorable cimitarra de los Arabes conquistadores, renacen y reaparecen del mismo modo que vuelven á levantar sus vívidas corolas á los rayos del sol las tiernas flores envilecidas en el lodo durante la tormenta.

El cielo está radiante, limpio, diáfano; brilla el sol en vívidas y confortadoras ondas; un gallo canta lejano con un cacareo fino y metálico; se desgranan en el silencio, una a una, las campanadas de una hora... Son las once. Avanzo por una calle de terreras viviendas, rebozadas de cal; llego a una espaciosa plaza; me detengo ante una casuca inquietadora.

Las primeras nieves albearon en las montañas septentrionales de la Mandchuria, y yo me ocupaba en cazar gacelas en el «País de las Hierbas». Horas enérgicas y fuertemente vividas las de esas mañanas, cuando yo marchaba, con el aire agreste y sano entre monteros mongólicos, que, con un grito ondulado y vibrante, ojeaban los matorrales con sus lanzas.

Y le dolía igualmente, a pesar de su afecto amistoso, que fuese un Maltrana el heredero de su buena suerte, el que iba a escribir con gestos de héroe el epílogo de una de sus novelas vividas. Su vanidad se rebelaba contra este final. En buena hora si él hubiese roto con Nélida después de una escena dramática.