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Un día que hablábamos de eso salió diciéndome: «, señora, ¿por qué no?» Y es muy capaz de ser un modelo de hermanas de la Caridad; lo mismo para enseñar a los niños, que para cuidar a los enfermos. El señor Cura dijo el otro día, en casa de don Román, que no hay en las Conferencias de San Vicente otra socia como Angelina.

Existía en Lima, hasta hace cincuenta años, una asociación de mujeres todas garabateadas de arrugas y más pilongas que piojo de pobre, cuyo oficio era gimotear y echar lagrimones como garbanzos. ¡Vaya una profesión perra y barrabasada! Lo particular es que toda socia era vieja como el pecado, fea como un chisme y con pespuntes de bruja y rufiana.

Hay que provocar el parto, acelerarlo, o corre peligro de muerte. Tráela esta tarde; te esperaré en la Comisaría. La meteremos en la clínica de partos. Yo no estoy en ella, pero recomendaré tu socia al compañero, con grandísimo interés... Hasta la tarde, ¿eh? Tenía prisa: su catedrático le esperaba en la sala de profesores.

Era necesario que Anita frecuentase en adelante las fiestas del culto; que oyese más sermones, más misas, que asistiera a las novenas, que fuese de la sociedad de San Vicente, pero socia activa, que visitara a los enfermos y los vigilara, que entrase en el Catecismo; al principio tales ocupaciones podrían parecerla pesadas, insustanciales, prosaicas, desviadas del camino que conduce a la vida de la piedad acendrada, pero poco a poco iría tomando el gusto a tan humildes menesteres; iría penetrando los misteriosos encantos de la oración, del culto público, que si parece hasta frívolo pasatiempo en las almas tibias, en el vulgo de los fieles, que están en el templo nada más con los sentidos, es edificante espectáculo para quien siente devoción profunda».

Ellas venden, trabajan, manejan el dinero, y el hombrecito está a sus espaldas sin hacer otra cosa que proporcionar a la razón social su autoridad de macho o guardar el puesto cuando la socia se ausenta. ¡Qué delicia! Así te quisiera yo. ¡Todo lo mío para ti!... Mi chulo rico, déjame soñar. Déjame forjarme ilusiones. No me contradigas. No me gustas cuando te pones tan digno, tan caballeresco.

Caballeros, ¡y qué par de ojos se trae la socia! Luego continuó, dirigiéndose a su enorme compañera, con el mismo acento que si hablase a un perro: Oye, , ¿no encuentras que esta joven se parece mucho a Nicanora, la cigarrera de la calle de Mira el Sol?...