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Tenía su opinión sobre la enfermedad de su hermano, muy sabia, fundada en los datos de la ciencia tanto como en su personal conocimiento de las miserias de la vida. Pero entonces, ya muerto Sacha, no quería hablar de eso, sobre todo porque se veía obligado a insistir en lo atañadero al mal carácter del difunto.

dijo con tono decidido ; era mi mejor amigo. Mi amigo de la infancia. Yo soy su madre. Me da gusto oírle a usted hablar así de mi pobre Sacha. Permítame usted que le hable un poco. Pomerantzev se imaginó que él era el doctor Chevirev, que escuchaba las quejas de los enfermos. Adoptando una actitud grave, atenta y suplicante, respondió con mucha cortesía: ¡Estoy a sus órdenes!

Es lo que yo digo; pero mi hijo segundo, Vasia, se incomoda. ¡Soy tan feliz oyéndole a usted! Es un gran consuelo para ... Diga usted, ¿mi pobre Sacha no se quejaba nunca de ? ¡Pobrecito! Se figuraba que yo no le quería y, no obstante, créame usted, yo le quería mucho, mucho...

Tenga la bondad de sentarse. Estará usted mejor. No, gracias; estoy bien así. Diga usted, ¿no es verdad que mi pobre Sacha no era un mal hombre? ¡Era un hombre excelente! exclamó con sincero acento Pomerantzev . Era el mejor de los hombres que he conocido. Claro es que tenía sus defectillos; pero... ¿quién no los tiene?

Derramando lágrimas heladas de anciana, empezó a contar prolijamente de qué manera en la familia amaban a su hijo Sacha y el terrible golpe que había sido para ellos su enfermedad inesperada. No había habido nunca locos en la familia, ni aun en las generaciones precedentes. El propio Sacha había sido siempre un joven sano, aunque un poco desconfiado. La anciana insistía en este punto.

En pie ante el ataúd, con la cabeza ligeramente echada a un lado, contempló al muerto unos momentos, admirándole, como un pintor admira su cuadro. Después arregló un poco la levita del difunto, y le dijo, como para tranquilizarle: ¡Duerme tranquilo, hermano mío! No tardaré en volver. ¿Conocía usted a mi pobre Sacha? preguntó la vieja, acercándose. Pomerantzev se volvió hacia ella.

¡Mamá, hay que marcharse! ¡En seguida, hijo mío! Diga usted, doctor, ¿podré pasar la noche junto a mi Sacha? ¡Está solo el pobrecito! Nadie en nuestra familia había muerto en un hospital, y el pobre hijo mío... Y se echó a llorar. El doctor la autorizó para pasar la noche velando al difunto. La madre y el hijo se fueron.