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Era aquel señor alto, seco, aguileño, bajo de color, de edad de cincuenta años, poco más o menos, pelo ralo y entrecano, cejas espesas, las mejillas cuidadosamente rasuradas, dejando solamente debajo de la nariz un exiguo bigote, que cada día iba siendo más exiguo merced a los trabajos invasores que por entrambos lados llevaba a cabo la navaja: la expresión de su rostro, severa e imponente, a lo cual ayudaban en no pequeña parte aquellas cejas pobladas que el buen caballero había recibido del cielo, y que solía arquear y extender en la conversación de un modo prodigioso; y en mayor porción todavía cierta manera extraordinaria de hinchar los carrillos y soplar el aire lenta y suavemente, que infundía en el interlocutor respeto y veneración.

Don Ramón Escudero estaba ya en el comedor sentado en una butaca y echando frecuentes ojeadas al reloj, que no se daba tanta prisa a caminar como él quisiera. Era un hombre grueso con el pelo blanco, las mejillas rasuradas, la fisonomía plácida.

¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo! volvió a exclamar el público. Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde. Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones.

Don Pedro Miranda, de quien ya hemos hecho mención, era un hombre que pasaba bien de los sesenta, bajo de estatura y de color, las mejillas rasuradas, la cabeza monda y lironda, los ojos grandes y apagados, los ademanes tímidos.

Era hombre de cincuenta años, de mejillas rasuradas surcadas de arrugas, ojos pequeños y vivos, el pelo gris peinado sobre las sienes, como todos los chulos. Vestía chaquetilla corta, hongo flexible y pantalón ceñido, la camisa con rizados y sin corbata. Alabé su destreza, verdaderamente admirable, y me dijo que era guitarrista de oficio, se llamaba Primo y tocaba ahora en casa de Silverio.