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De cuando en cuando, entre el grupo de los hombres y el de las mujeres se cruzaban palabras libres, gestos desvergonzados, un tiroteo de chistes convencionales, que sorprenden la primera vez y aburren en seguida. Particularmente, Concha la Carbonera respondía con una viveza y desgarro que me infundían repulsión. El hastío me hizo acercarme al guitarrista y trabar conversación con él.

Primo se rascó la oreja, rasgueó distraídamente la guitarra después, y, por último, dijo mirándome francamente a la cara: Yo que usté, cabayero, tomaría el olivo en er primer tren de la mañana. ¡Pchs! silbé yo, alzando los brazos con desdén. El guitarrista me dirigió una mirada donde creí ver mezcladas la lástima y la admiración. La animación, en tanto, iba creciendo entre los barbianes.

El señor Fermín estaba absorto contemplando las manos de Pacorro el Águila, con admiración de guitarrista. Nadie había visto en su retirada a María de la Luz. Dupont entró en la casa de los lagares, andando quedamente, empujando las puertas con una suavidad felina sin saber por qué. Registró las habitaciones del capataz: nadie.

¡Ahí le tienes! dijo el señorito a su aperador, señalándole al guitarrista. El señó Pacorro, alias el Águila, el primer tocador del mundo. ¡El Guerra, matando toros, y mi amigo con la guitarra!... ¡el disloque!

El guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa. Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor patrio. Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico... o familiar... o como fuese; tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su gran pasión, era tan respetable y digna de defensa como la independencia de los pueblos.

Tenía en mi poder unas cuantas tarjetas de invitación para la velada del Español. ¡Si le enviase una!.... Supongo que no sería tan bruto que... Nada, nada, se la envío.... Pero ¿cómo?... No conocía su domicilio. Pero el guitarrista Primo debía de conocerlo.

El guitarrista y la cantaora que habían traído consigo no daban paz á los cantos de la tierra, malagueñas, seguidillas, polos, soleares, aunque sólo tres ó cuatro más filarmónicos los escuchasen en silencio. Pepe de Chiclana tuvo una idea feliz. ¡Que bailen los novios! gritó. Este grito halló eco en seguida entre los invitados. Eso está bien dicho. ¡Que bailen!

El Naranjero era hombre de unos cuarenta y cinco años, de piel morena y curtida, cabellos cerdosos y grises, ojos negros extremadamente vivos, más bien bajo que alto y vestía, como el guitarrista Primo, la chaquetilla clásica, la faja y el hongo flexible. Sin saber por qué, quizá por su presunción de gracioso, me fue antipático desde el principio.

El guitarrista preludió un tango. La cantaora iba á modular la copla cuando Soledad exclamó con violencia: ¡Yo no bailo más que sobre la mesa! ¡Quitarme todo eso de encima! Veinte manos se apresuraron á cumplir la orden, separando la vajilla y los manjares que aún quedaban.

Era hombre de cincuenta años, de mejillas rasuradas surcadas de arrugas, ojos pequeños y vivos, el pelo gris peinado sobre las sienes, como todos los chulos. Vestía chaquetilla corta, hongo flexible y pantalón ceñido, la camisa con rizados y sin corbata. Alabé su destreza, verdaderamente admirable, y me dijo que era guitarrista de oficio, se llamaba Primo y tocaba ahora en casa de Silverio.