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Su enorme faz rasurada quería echar la sangre por los poros, concentrándose con preferencia en el lomo gigantesco de su nariz borbónica. Los ojos, con ramos de sangre también, medio velados por no poder sufrir la gran pesadumbre de los párpados, se espaciaban lentamente por todo el ancho de la calle, expresando un grado envidiable de bienestar físico.

La vanidad austríaca no hubiera puesto su boca prominente debajo de la nariz borbónica, símbolo de doblez, con más acierto y simetría que como estaba en la cara de Fernando VII. Dos patillas muy negras y pequeñas le adornaban los carrillos, y sus pelos, erizados á un lado y otro, parecían puestos allí para darle la apariencia de un tigre en caso de que su carácter cobarde le permitiera dejar de ser chacal.

Allí van las virginales deidades indias, moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas; las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía, desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor.

Aquella misma tarde quiso Fernando examinar de cerca a su ahijado, y en su propia cámara, hundido él en su poltrona, puso al recién nacido sobre sus rodillas, abrióle la boquita con un dedo, y metióle su nariz de pura raza borbónica, como si quisiera examinarle la embocadura del esófago.

La expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuando preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo y sangre fría para no echarse a temblar.

¡Silencio, silencio! ¡Qué escándalo! volvió a exclamar el público. Y todos los ojos se volvieron hacia el palco del alcalde. Era éste un hombre de sesenta, a setenta años, bajo de estatura y muy subido de color, el pelo bien conservado y enteramente blanco, las mejillas rasuradas, la nariz borbónica, los ojos grandes, redondos y saltones.

Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauración borbónica había adornado el antiguo cementerio de la Magdalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba ávidamente hacia las entradas del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas.

Luego de admirar en el museo da la abadía los recuerdos artísticos de la dominación borbónica y la dominación muratesca, entraron en un restorán próximo, una trattoria con las mesas puestas en una explanada desde cuyas barandas podía abarcarse el espectáculo inolvidable del golfo, viéndose además el Vesubio y la cadena de montañas que se esfumaba en el horizonte como un oleaje inmóvil de rosa obscuro.