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Maltrana, con toda su altivez intelectual, vigilaba el fogón, y a falta de ocupaciones más importantes, aprendía torpemente de Feli el secreto de los guisos. ¿Dónde estaban aquellos pucheretes sabrosos de su luna de miel, aquellos platos que daban ganas de comerse a besos las manos de la amada hacendosa?... La vida era triste, y los pucheretes unas veces salían crudos y otras carbonizados.

Sus amigos hablaban con asombro de la blancura de su camisa y la limpieza de su sombrero. Además, engruesaba, tenía mejor color. Los pucheretes de Feli, los guisos campestres aprendidos en casa de su padre y el no trasnochar daban nuevo vigor a su cuerpo quebrantado por las privaciones y desarreglos de la vida bohemia.

El pequeño conocía la llegada de los domingos por la comida, que era también al aire libre, pero sin andamios cerca, sin la vecindad de blusas blancas, en las afueras de la población, sentados en la hierba rala de algún solar sembrado de botes de lata, pedazos de botellas y zapatos viejos; viendo sobre el perfil de los inmediatos desmontes la bucólica silueta de una cabra tristona o de una vaca tísica; escuchando el vals loco martilleado a toda velocidad por el piano del merendero, al cual iba su padre para llenar de vino el cuadrado frasco. ¡Cómo recordaba Maltrana las tortillas de escabeche de los días de fiesta, en medio del campo yermo invadido por los residuos de la ciudad! ¡Cómo los pucheretes con piltrafas de tocino, junto a las vallas de los edificios en construcción!... Su madre apenas comía; sólo se ocupaba de él, llevando una mano al plato, mientras con la otra le sostenía en su regazo.

Una, que me atrevería a llamar prehistoria geológica, está fundada en el descubrimiento de calaveras, canillas, flechas y lanzas, pucheretes y otros cacharros, que suponen los sabios que son de una edad remotísima, que llaman de piedra.