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Las niñas en vista de que Vetusta es andar de templo en templo con los ojos bajos; Madrid ir de museo en museo rompiéndose los pies y tropezando; el hogar un cuartel místico, con chistes de cura por todo encanto, resuelven libremente meterse monjas, para gozar un poco de... de autonomía, como dicen los liberalotes, que nos dan una libertad parecida a la que gozan las hijas de Carraspique.

Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién? ¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición, sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don Pompeyo no contestaba.