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Allá va lo que pongo a la voz <i>Fanatismo</i>... «Enfermedad físico-moral, cruel y desesperada, porque los que la padecen aborrecen más la medicina que la enfermedad. Es una como rabia canina que abrasa las entrañas, especialmente a los que arrastran holapandas.

Cuando, transcurridos más de dos meses, Lorenzo y Ricardo resolvieron regresar a Buenos Aires en plena y amplia posesión de la salud físico-moral que habían readquirido por la acción exclusiva y constante de Melchor, éste les manifestó el propósito de quedarse en la estancia «durante algunos días más». No te quedes, ¿para qué? vente con nosotros le repetía Lorenzo. Tengo que hacer aquí.

Indudablemente, y no lo decía por alabarse, él no había esperado menos del régimen homeopático e higiénico a que había sometido a su cliente: sin aquellos glóbulos, y más particularmente sin la influencia físico-moral de los buenos alimentos, de los paseos y, sobre todo, de las distracciones, aquel organismo hubiera continuado viviendo una vida valetudinaria, sin esperanza, ni remota, de tener fuerzas sobrantes suficientes para sacar de ellas una nueva vida, un alter ego.

Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.

La debilidad del cuerpo trae necesariamente flojedades lamentables al carácter más entero. Una enfermedad prolongada remeda en el hombre los efectos de la vejez, asimilándole a los niños, y el buen Bringas no se libró de este achaque físico-moral. El abatimiento encendía en él ardores de ternura, y la ternura se traducía en cierto entusiasmo mimoso. «Hijita, no me digas que eres mujer.