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Cuando a la madrugada, después de cerrar los ojos a un pobre feligrés, se dirigía a la iglesia transido de frío, rota su flaca naturaleza por una noche de vigilia y trabajo, sus ojos se posaban en aquel mar siempre colérico, en aquel cielo sombrío, y en vez de sentir la tristeza y el dolor de la existencia, su espíritu se dilataba por la alegría y acudían a sus ojos lágrimas de reconocimiento.

¡To, Parda!... ¡to! ¡to!... Espina debe de ser, porque en las patas no veo nada. Después que se la saques la lavas bien con un poco de vino y romero... Di a Teresa que te lo prepare... Nacida y criada en casa, ¿sabes ? prosiguió volviéndose al excusador con la fisonomía enternecida. Me daba D. Jovino, tu feligrés, sesenta duros por ella... ¡Como si me diera ochenta! Esta alhaja no sale de casa. ¡Qué anchura de pechos, eh? ¡Qué cuarto trasero! (Y se lo acariciaba blandamente con la palma de la mano.) No da mucha leche, pero toda es manteca... Esta otra también nació en casa... ¡Quieta, Guinda, quieta!... Es más torpe que la otra... Una novilla todavía... No hace quince días que ha parido por primera vez...

Aconteció que un paje de la Nunciatura, feligrés antiguo de doña Rosalía, y muy admirador de su buen color, se atrevió á aspirar á no sabemos que honestas confianzas; picóse la dama, picóse más el paje, y al día siguiente, al traer el bonete del Nuncio para que le echaran un zurcido, en vez de dárselo á doña Rosalía se lo entregó á las dos hermanas.

De bote en bote se llenó la iglesia: todo el pueblo había acudido allí. La misa fue rezada y breve, y se reprodujeron en ella los llantos de la casona al pedir el Cura una oración por el alma de un tan amado feligrés. Después de la misa quise ver el cementerio, que está a dos pasos de la iglesia.

Los que hacen la guardia por el Norte ocupan distintos puestos en el patinillo y en las dos entradas de este por las calles de las Huertas y San Sebastián, y es tan estratégica su colocación, que no puede escaparse ningún feligrés como no entre en la iglesia por el tejado.