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Valles oscuros, torrentes umbríos, bosques nebulosos en los cuales nadie puede descubrir las formas a causa de las lágrimas que gota a gota se lloran de todas partes! Allá, lunas desmesuradas crecen y decrecen, siempre, ahora, siempre, a cada instante de la noche, cambiando siempre de lugar, y bajo el hálito de sus faces pálidas ellas oscurecen el resplandor de las temblorosas estrellas.

Tenía siempre desmesuradas ojeras, que con la edad se iban acentuando, y le faltaba un diente de los más principales, lo que le hacía silbar las palabras de un modo nada grato. Además, estaba bastante ajada, como que ya iba traspasando los límites de la juventud. Pero el amor es ciego, y donde los demás veíamos insignificancia y fealdad, él veía hermosura simpar y perfección.

Pero cuando posteriormente se han visto en todos los países elevarse muchos a alturas desmesuradas y mantenerse mas o menos tiempo en ellas, no se concibe nuestra casi total ausencia de hombres-globos que se elevan verdaderamente, sino atribuyéndolo a desgracia del país mismo.

Estaban triponcillos y desnudos; tenían hambre, y abrían, piando en coro, unas desmesuradas bocas amarillas: hoy están enteramente cubiertos de su plumaje pardo, saltan en la jaula, y ensayan sus primeros trinos. Ayer mi cuadrante marcaba el mediodía natural a las doce y tres minutos y hoy le marca a las doce y treinta y tres. Ha pasado un mes en que no he vivido.

Lanzó un poderoso suspiro como si el contacto de aquella vida extraordinaria le hubiera llenado súbitamente de aspiraciones desmesuradas y me dijo, sin contestarme: ¿Y ? Luego, sin esperar mi contestación, continuó: ¡Ah, caramba! miras atrás; no estás en París más que estaba yo en Ormessón. Tu suerte es añorar siempre y no desear nunca. Sería cosa de adoptar tu sistema.

Salieron poco á poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cúpulas brillantes, toda una metrópoli altísima, en la que los edificios parecían de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequeños habitantes, por la ley del contraste, sentían el ansia de lo enorme.

¡Qué calor! exclamaba de vez en cuando, y apoyaba las manos en sus mejillas encendidas. Gonzalo asentía con estúpida sonrisa a cuanto decían, y estiraba a menudo sus desmesuradas piernas que, por la escasa altura de la silla, se le dormían. Y cuando se concluyó con la ropa blanca, comenzaron con la de color.

Á la izquierda de la Mayor había una peña corcovada que semejaba á un dromedario: á la derecha otra que era la perfecta imagen de la torre de un gran castillo, con sus desmesuradas almenas por entre las cuales se veía el azul del cielo. Esta cortina de montañas cerraba herméticamente el valle por aquel lado.