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Tendré que aburrirme sin poder bailar... y eso que voy con tres hombres. ¡Qué suerte la mía! Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzarín, al que había visto muchas veces en los restoranes nocturnos.

¡ soldado! repitió . ¡ defendiendo á mi país, que no es el tuyo!... Y volvía á besarle, retrocediendo luego unos pasos para apreciar mejor su aspecto. Decididamente, le encontraba más hermoso en su grotesco uniforme que cuando era célebre por sus elegancias de danzarín, amado de las mujeres. Acabó por dominar su emoción. Sus ojos, llenos de lágrimas, brillaron con maligno fulgor.

Cuando veían al danzarín congestionado y sudoroso por los saltos, extremando sus esfuerzos para seguir adelante, llegábanse a él, tirándole de un brazo para apartarlo. «¡Déixamela!» Y ocupaban su puesto sin más explicación, saltando y acosando a la hembra con el empuje de su frescura, sin que ella pareciese percatarse del cambio de pareja, pues continuaba sus vueltas con la vista baja y el gesto desdeñoso.

Desde entonces, la majestuosa viuda empezó á pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante á la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba á las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.

Además, ¿cómo podía sentir las mismas preocupaciones que él? ¿Llegaría á entenderlas si su padre se las exponía?... Era inútil esperar nada de este danzarín gracioso buscado por las mujeres; de este bravo de frívolo coraje, que exponía su vida en duelos para satisfacer un honor pueril.

La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo había acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca. Siempre que pasaba ella en brazos de su danzarín, sonreía á Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.