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, es mucho dinero. ¿Y todo ese dinero es mío? , todo ese dinero es tuyo. ¡Ah! me alegro, porque el día en que murió mi padre, allá, durante la guerra, los prusianos mataron al mismo tiempo que a él, al hijo de una pobre mujer de Longueval... la anciana Clement, ¿sabéis? Y también al hermano de Rosalía, con quien yo jugaba cuando era niño.

Bueno, pues ya que yo soy rico y ellas pobres, quiero dividir con la señora Clement y con Rosalía el dinero que me deja mi padre. Al oír estas palabras, el cura se levantó, tomó las dos manos de Juan, y atrayéndolo hacia , lo rodeó con sus brazos, apoyando su cabeza blanca sobre la cabeza rubia del joven.

Porque en casa no habría quien se la quitase después. ¿Le ha encargado V. los guantes? , señorita. ¿En casa de Clement? , señorita: quedaron en mandarlos el sábado. ¿Los ha pagado? , señorita: doce reales. Bueno, entonces son... cinco duros y trece reales. He comprado también el agremán que faltaba para el vestido de la niña. ¿Cuánto faltaba? Dos tercias: quince reales.

¡Qué importa! exclamó la niña de Calderón con un desprecio que hubiera estremecido a Heinecio en su tumba. Y añadió en seguida: ¿Esos sombreros os los ha hecho Mme. Clement? No, los ha encargado mamá a París por la señora de Carvajal, que ha llegado el sábado. Son muy bonitos. Más que los que hace Mme. Clement ya son. Y se enfrascaron por breves momentos en una plática de moda.

Compró para la anciana Clement y para la pequeña Rosalía, que ya era grande, dos títulos de renta de mil quinientos francos cada uno, los cuales le costaron setenta mil francos, casi lo que gastó Pablo en su primer año de libertad en París, por la señorita Lise Bruyère, del teatro del Palais-Royal.

Juan no atravesaba nunca la aldea sin divisar en sus respectivas ventanas el apergaminado rostro de la vieja Clement y la risueña cara de Rosalía. Esta última se había casado el año anterior, siendo Juan uno de los testigos, y de los que más alegremente bailaron la noche de la boda con las jóvenes de Longueval.

Y las instancias de Juan fueron tan vivas, tan conmovedoras, que el notario consintió en tomar de las rentas la suma de dos mil cuatrocientos francos que todos los años, hasta la mayor edad de Juan, se dividió entre la anciana Clement y la joven Rosalía. Madama de Lavardens se condujo perfectamente en esta circunstancia.