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En un ángulo de la plaza estaba la tribuna de la música, un tablado bajo, cuyas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorines manchadas de cera, como recuerdo de las muchas fiestas de iglesia en que se habían ostentado. ¡Música...! ¡músicaaaa! gritaba la gente. Y los músicos, azorados por el vocerío, iban hacia el tablado abriéndose paso en la muchedumbre.

En mitad del taller de cigarros comunes se formó un corro y se alzó gran vocerío alrededor de la Mincha, barrendera vieja, pequeña, redonda como una tinaja, que bailaba vestida de moharracho, con dos enormes jorobas postizas, un serón por corona, una escoba por cetro, un ruedo por manto real, la cara tiznada de hollín, y un letrero en la espalda que decía en letras gordas: «Viva la broma». Incansable, pegaba brincos y más brincos, llevando el compás con el cuento de la escoba, sobre las carcomidas tablas del piso.

Entonces, aprovechando del vocerío que suscitaron aquellas palabras de don Enrique, un padre carmelita refirió en voz baja a Ramiro que, no hacía mucho, temiendo que se llevasen nuevamente de rondón el cuerpo milagroso, una hermana lega del convento de Alba de Tormes, en medio de una noche de tempestad, habíase dirigido al sepulcro de la madre Teresa, y descubriendo el cadáver, abriole el pecho con un filoso cuchillo, metió la mano por la herida y arrancó el corazón.

Un enjambre de mueras y vivas salió tras el primero. ¡Mueran los curas! ¡Muera la tiranía! ¡Viva Cebre y nuestro diputado! ¡Viva la Soberanía Nacional! ¡Muera el marqués de Ulloa! Más enérgico, más intencionado, más claro que los restantes, brotó este grito: ¡Muera el ladrón faucioso Barbacana! Y el vocerío, unánime, repitió: ¡Mueraaaa!

Las damas de los balcones, excitadas por tanto vocerío, mareadas y nerviosas, gritaban también con alegría loca, arrojaban puñados de papelillos de colores, cubriendo la calle y la muchedumbre de un manto irisado. Algunos jóvenes respondían á esta graciosa agresión lanzándoles, con jeringas de goma, chorritos de agua perfumada.

La ligera intranquilidad de los «clubmen» ha desaparecido con la presencia de la representación oficial. Un rumor sordo, de muchedumbre lejana, llega de las tribunas populares a las del Jockey: un vocerío compacto de emoción, de alegría, de ansiedad, al ver cruzar los corceles alígeros, raudos como flechas disparadas por arcos a máxima tensión.

El piso entarimado temblaba con la trepidación del vapor, cuyos resoplidos se escuchaban cercanos; y de otros talleres, debilitado por el vocerío y la distancia, venía rumor de herrajes golpeados y zumbido de máquinas mezclado a cantos de mujeres.

Su estatura le permitía abarcar con los ojos la mayoría de sus barrios. El halo rojo de la iluminación duró hasta altas horas de la noche. Llegaba á sus oídos el vocerío de la inmensa muchedumbre, sus aclamaciones entusiásticas, las canciones patrióticas entonadas á coro y el estruendo enardecedor de las músicas militares.

Por la tarde, mucho después de haber cesado el peligro, cuantos chicos había en el vecino pueblo de Urquilezo subieron a Monte-Dalarza, ansiosos de ver el sitio del combate, resonando su vocerío de rapaces traviesos donde poco antes tronaron los cañones.

El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vió cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento.