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Actualizado: 19 de junio de 2025
Últimamente vivía con una tal Feliciana, graciosa y muy corrida, dándose importancia con ello, como si el entretener mujeres fuese una carrera en que había que matricularse para ganar título de hombre hecho y derecho. Dábale él lo poco que tenía, y ella afanaba por su lado para ir viviendo, un día con estrecheces, otro con rumbo y siempre con la mayor despreocupación.
La estrechez relativa en que vivía la numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego veremos.
Sin sentirme «cansado» de vivir como vivía, porque no cabía el cansancio en un andar tan reposado y, relativamente, metódico como el que había usado yo hasta llegar adonde había llegado por tantos y tan peligrosos caminos, comenzaba a notar a la sazón cierta languidez de espíritu, cierta inapetencia moral que no estaban reñidas seguramente con un paréntesis de reposo, y mucho menos con un cambio de impresiones y de «alimentos». Por este lado, la carta de mi tío no podía llegar más a tiempo de lo que llegó a mis manos.
En la casa de la Valcárcel, donde un día habían sido parásitos los taciturnos parientes de la montaña, de capa y hongo, ahora, espantadas tales alimañas, vivaqueaban aquellos extranjeros, aquella sociedad heteróclita, que con pasmo y aun envidia de parte de la ciudad, vivía como no se solía vivir en aquel pueblo aburrido, con esa alegría desfachatada, pero atractiva, que los demás miraban desde lejos murmurando, pero deseándola.
Cuando yo nací, esta poderosa casa había quedado reducida a dos vástagos, don Deusdedit, el conde, y doña Beatriz, que se había casado con el viejo duque de Somavia, y vivía en Pilares. El conde era solterón, padecía muchos achaques y tenía la cara llena de erupciones amoratadas.
El cura leyó con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente «En la ciudad de Munich vivía no ha muchos años una dama de extraordinaria hermosura que hacía una vida ejemplar; de modo que todos le daban el nombre de santa.
Miraba a todos con insolente superioridad, como si las cicatrices del amigote fuesen una declaración de su propio valor, y vivía feliz creyendo que en todo Jerez no había quien le disputase su guapeza con los hombres y su buena fortuna con las mujeres. Cuando el capataz de Marchamalo le habló en favor de Rafael, el señorito lo admitió inmediatamente.
Y en caso afirmativo, ¿disculpaba su resolución con la verdad? procediendo así, ¿qué hacia ella? ¿Le culpaba a él, o culpaba a su madre? ¿La mataban el dolor y la vergüenza, o se resignaba y vivía?
Juanito vivía entregado a la agitación y la zozobra del que confía su porvenir a los caprichos del azar.
Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco. «Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.
Palabra del Dia
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