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Actualizado: 10 de noviembre de 2025
A medida que adquiero mi calidad luzarense me voy aficionando a las cosas viejas; me paso las horas muertas contemplando, desde el balcón, el pueblo, el campo y el mar, y me figuro encontrarles aspectos antes no vistos por mí. Me levanto todos los días muy temprano.
Un día antes de la ceremonia iba a Madrid, acompañada de las más viejas del barrio, todas con grandes cestas para los dulces. Había que adquirir, además, la corona de llores para la novia, la banda de raso que le cruzaba el pecho, y el pañuelo, el famoso pañuelo, objeto principal de la ceremonia.
Yo leo en estos signos venerables la historia de los que se han marchado; y la forma un poco anticuada de todo lo que me rodea hace vivir y palpitar en mí el alma de las cosas viejas que han existido y no existirán más acaso.
Mientras la humanidad, enardecida por el soplo carnal del Renacimiento, admiraba a Apolo y rendía adoración a las Venus descubiertas por el arado entre los escombros de las catástrofes medioevales, el tipo de suprema belleza para la monarquía española era el ajusticiado de Judea, el Cristo polvoriento y negruzco de las viejas catedrales, con la boca lívida, el tronco contraído y esquelético, los pies huesosos y derramando sangre, mucha sangre, el líquido amado por las religiones cuando apunta la duda, cuando la fe flaquea y, para imponer el dogma, se echa mano a la espada.
Era un edificio antiguo y extraño, parecido a esas viejas casas de portazgo que se ven en los grabados de la antigüedad, sólo que le faltaba la vieja barra de hierro. Sin embargo, se conservaban todavía los postes del portón, y como durante la noche había caído una sábana de nieve, el aspecto que presentaba el paraje, era verdaderamente invernal y pintoresco.
Enfrente había una casa de reciente construcción que hacía contraste con las del resto de la calle, casi todas viejas. ¡Ahí dentro están! dijo en voz baja apuntando hacia ella. Reynoso levantó los ojos y volvió a bajarlos rápidamente. Barragán pidió unos vasos de vino.
Aquí, por mucho que las miro, me es imposible saber si son jóvenes o viejas, guapas o feas, buenas o malas, pues tienen un aspecto, que desconcierta, de serlo todo a la vez. En el mismo momento se presentan bajo aspectos enteramente contrarios y la incertidumbre que producen es causa de cierto malestar.
Las viejas las reclamaban con sus manos huesosas, deseando compartir el riesgo, brillando en sus ojos la vehemencia de un heroísmo agresivo. ¡Tiempos malditos de impiedad los de ahora, en que se molesta a las gentes y se atenta a las antiguas costumbres! «¡Aquí! ¡aquí!» Y agarrando los mortales chismes, los escondían bajo el ruedo de innumerables hojas de sus faldas y zagalejos.
Los habitantes de los Países Bajos, al emprender su revolución gigantesca contra la España absolutista y claustral, al trazar en la historia del mundo la página que honra más tal vez a la especie humana, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en la «Joyeuse Entrée», en las viejas cartas de Borgoña.
A juzgar por el blasón de los Ohandos, estos eran de una familia antigua, feroz con los enemigos. Si había que dar crédito a algunas viejas historias, el escudo decía únicamente la verdad.
Palabra del Dia
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