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Actualizado: 13 de julio de 2025
Freya había rodado mucho por el mundo, á través de vergonzosas aventuras, y sabría librarse por su propio esfuerzo, sin necesidad de complicarle nuevamente en sus enredos. La historia que acababa de relatar no era para él mas que un tejido de engaños.
En éstas, que habían varado en los bajos, hubo escenas vergonzosas: la gente se tiraba al agua sin pensar en la resistencia, habiendo galera que fué tomada por un bergantín ó un esquife con ocho ó diez turcos.
Tenía un nombre poemático, célebre en los anales del amor. Elena era su bello nombre. Era alta, rítmica, flexible... En sus ojos garzos, hondos, de un hechizo inquietante, dormían las visiones de su vida encanallada, siempre unánimes y vergonzosas.
Diversas e inexplicables alternativas hubo en aquel matrimonio, que tan pronto estaba unido como disuelto de hecho, y el marido pasaba de las violencias más bárbaras a las tolerancias más vergonzosas. Cinco veces la echó de su casa y otras tantas volvió a admitirla, después de pagarle todas sus trampas.
De ida y de vuelta, irremediablemente, tenía que pasar por delante de la Bolsa, y no lo hacía sin arrojarle una mirada de odio, tal era la ojeriza que sentía por aquella institución, no por lo que ella representaba, sino por lo que era al presente, convertida en mercado de especulaciones vergonzosas.
Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla.
Además de esto, las rejas, que sólo dejaban ver la pared de enfrente; la aridez de la ciudad, donde no se encontraba una hoja verde; los aburridos paseos al lado del cura por aquel puerto de aguas muertas que olía a almeja corrompida y sin otros barcos que algunos veleros que llegaban a cargar sal... El día anterior, unos cuantos correazos más fuertes habían acabado con su paciencia. «¡Pegarle a él! ¡Si no fuese un cura!...» Se había fugado, emprendiendo a pie el regreso a Can Mallorquí; pero antes, como venganza, desgarró varios libros que el maestro tenía en gran estima, volcó el tintero sobre la mesa y escribió en las paredes vergonzosas inscripciones, con otras travesuras de mono en libertad.
Nazaria, que juntamente con la fiereza tenía la inocencia de la bestia cornúpeta a quien tan fácilmente engaña un vil trapo rojo, se calmó y sintió dolor muy vivo de haber ofendido a su gigante. Así procede siempre, pasando de salvajes cóleras a vergonzosas condescendencias, toda esa gente desalmada, ignorante y tan incapaz de calcular sus intereses como de refrenar sus pasiones.
Se familiarizó con su jerga, adquirió amistades vergonzosas, aprendió a beber y a jugar, pero no cayó nunca en el vicio del robo; en medio de la crápula, supo mantenerse honrado, porque él no era malo, sino haragán. Sus largas ausencias no preocupaban a nadie; eran eclipses parciales, en que desaparecía por encanto y reaparecía por milagro, más sucio, más andrajoso y más hambriento que antes.
Y á pesar de su inveterada fanfarronería, cada día le iba importando menos que los amigos se enterasen de su humillación. Alguna vez, observando ya señales vergonzosas de ella, los más autorizados, como el señor Rafael y Pepe de Chiclana, le hicieron prudentes advertencias. «No era ése el camino para ser feliz.
Palabra del Dia
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