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Actualizado: 14 de julio de 2025
Por el lado del naciente se veían como apoyados al suelo en el límite del horizonte espesos y multiformes cúmulos parduscos sobre los cuales brillaba Júpiter parpadeante y sólo en la infinita limpidez del cielo.
Temblaba yo al apearme del caballo; estaba yo rojo como una guindilla, y las miradas de cuantos en aquel instante me veían se me antojaron hostiles y burlonas, particularmente las de cierto mancebo muy gallardo que conversaba con otros empleados a la puerta del «rayador». Mirábame de pies a cabeza, con cierta insistencia insolente y tenaz, como sorprendido de mi ridículo aspecto de colegial convertido en jinete.
Eriarboló el garrote, símbolo de su autoridad y de su mal genio, y en el corrillo que se había formado sólo se veían bocas abiertas y miradas de estupefacción.
No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no se veían las tapias, tal era la maraña de árboles y plantas: nispereros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.
Y la otra hermana se había negado á separarse de ella, abrazando el cuerpo convulsivo, besando sus ojos que no veían, su boca que sólo sabía rugir. ¡Berta, corazón mío! ¡No te mueras!... ¡No te mueras!
Los tíos de Carmen y la señora Angustias trataban del asunto siempre que se veían; pero a pesar de esto, el torero apenas entraba en casa de la novia, como si le cerrase el camino una terrible prohibición. Preferían los dos verse por la reja, siguiendo la costumbre. Transcurrió el invierno. Gallardo montaba a caballo e iba de caza a los cotos de algunos señores que le tuteaban con aire protector.
Eran ya cerca de las nueve cuando la señora Gibbons, la anciana ama de llaves, nos recibió, con los ojos llenos de lágrimas por la muerte de su señor, y entramos en el gran hall revestido con entrepaños de roble, en el cual se veían la espada y el retrato del valeroso caballero, capitán Enrique Baddesley, de quien todavía se recordaba allí una romántica historia.
De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! Alguno había dicho que venían..., que se divisaba un grupo..., que se había oído el tropel lejano de caballos.
No podían arrepentirse enteramente de sus juicios, porque veían que él era el origen de todos los males, y decían que sólo podía relevársele de la responsabilidad material del delito.
El tejido vaporoso de la piña hacía de su linda cabeza una cabeza ideal, y los indios que la veían, la comparaban á la luna rodeada de blancas y ligeras nubes.
Palabra del Dia
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