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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Tambien en la trabajada España suena de un confín á otro la tremenda voz esterminadora: ¡las tropas del altivo Muhammed entran con espada en mano en el suntuoso monasterio de Cardeña, y al salir de él dejan en sus pavimentos doscientos cadáveres de mártires!... ¿Qué repentino rumor sube á la montaña desde la llanura, turbando la paz de los santos claustros confusos gritos de destruccion y muerte?

No es del caso historiar aquí esta tremenda revolución que, como es sabido, puso en grave peligro al gobierno colonial. Poquísimo faltó para que entonces hubiese quedado realizada la obra de la Independencia. El 6 de abril, viernes de Dolores del año 1781, cayeron prisioneros el Inca y sus principales vasallos, con los que se ejercieron los más bárbaros horrores.

Ni él mismo sabía lo que le correteaba por el magín. Bien presumía antes a cuántos riesgos se exponían Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora..., ahora los divisaba inminentes, clarísimos. ¡Tremenda situación! El capellán le daba vueltas en su cerebro excitado: a la niña la robarían para matarla de hambre; a Nucha la envenenarían tal vez.... Intentaba serenarse. ¡Bah!

Por eso su tremenda esposa, al verle algunas veces salir de casa sin dar un beso a la niña, le llamaba padre desnaturalizado. Los momentos de verdadera dicha para el brigadier eran aquellos en que se encerraba con su hijo en el salón del colegio. Lejos de las miradas del enemigo común, podía entregarse libremente a las expansiones del afecto paternal, y se entregaba de buen grado.

Recuerdo yo, no haber leído, sino haber oído contar, en el aula del Seminario donde estudié Filosofía, sin averiguar más tarde en qué autoridad, documentos o testimonios se apoyaba la historia, que el doctísimo Cornelio a Lápide fue en su niñez una criatura casi tonta o insignificante por lo menos, pero que paseando un día por los alrededores de su lugar, tuvo la desgracia o la fortuna de encontrarse en medio de dos partidas o bandos de muchachos, que estaban apedreándose, y de recibir en la cabeza una tremenda pedrada.

Si Juan Pablo salía por la tremenda, quizás era mejor, porque así no estaba Maximiliano en el caso de guardarle consideraciones; pero si se ponía en un pie de astucias diplomáticas, fingiendo ceder para resistir con la inercia, entonces... Esto ¡ay!, lo temía más que nada. Pronto había de salir de dudas.

La incertidumbre de Ferpierre sobre el significado de estas palabras duró poco: el pensamiento de la narradora se iba precisando de página en página. Creía la Condesa que su marido no había muerto por casualidad sino deliberadamente; que al hallar una muerte tremenda bajo las ruedas de un tren él la había buscado.

»En resumen: al concluirse aquella batalla, en que gasté las pocas fuerzas que me había dejado la tremenda fatiga de mi casa, me pareció que el bueno de don Santiago Núñez, más que un enemigo, era ya un aliado mío, y que en la dureza de la mujer quedaba una mela por donde, si su hijo sabía golpearla, llegaría hasta el corazón.

Con plena libertad, aun después de haber arrojado de mi alma, por motivos de que no tengo que darle cuenta, todo tierno afecto hacia usted, le consagraba yo aún estimación amistosa. Esta se ha perdido también por la tremenda culpa de usted cometida hace pocos días. Ya ni amor, ni amistad, ni estimación le tengo.

Aquel joven era la tremenda ironía de la mujer que, viéndose mustia y enfermiza, recordaba al tierno esposo que él envejecía, gracias, no sólo a los años, sino también a los disgustos de aquella servidumbre conyugal.

Palabra del Dia

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