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Aguirreche quedaba para las dos; pero como mi tía Úrsula, sintiendo cierta veleidad mística, había manifestado el deseo de entrar en el convento de Santa Clara, y mi madre no quería para vivir la antigua casa solariega, decidieron alquilarla. Yo, movido por el interés de averiguar el paradero de mi tío Juan, registré los armarios de la abuela y leí todas las cartas y papeles viejos.

Ya columbraba la ventana de la cocina solariega y hasta llegaban á sus narices los aromas de los guisotes del ama de gobierno, cuando distinguió una miruella sobre la rama más alta de una higuera.

Muchos relatos, allá en la torre solariega, le habían hecho saber lo que era el peligro de la rabia y el pavor que esparcía por los pueblos y campiñas aquel hocico agazapado que iba sembrando el furor y la muerte.

Y aquí debo advertir que este pleito era de abolengo é inherente al patrimonio de los Seturas, quienes le defendían como punto de honra solariega, habiéndose jurado de generación en generación, las siete que contaba de fecha, gastar hasta la última teja en la rehabilitación de un derecho que estaba tan claro como la ley de Dios. Y los Seturas tenían razón.

Doña Luz halló este espantoso cuadro prudentemente cubierto por el otro, y así le conservó, trayéndole de la casa solariega a su habitación en casa de D. Acisclo.

En una gran sala de la casa solariega de los Oscos, amueblada con cuatro trastos viejos, tapizada con dos dedos de polvo, se encuentran sentados a una antigua mesa de roble dos conocidos personajes de esta historia. Uno es el propio barón, dueño de la casa. El otro, su amigo Fray Diego. Tienen delante un tarro de ginebra vacío, otro a medio vaciar y sendas copas.

Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos muebles y dos criados. Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o bien porque don Acisclo podría faltar, o bien porque ya, entrada ella en años, nadie podría extrañar que viviese sola.

¡Un vagabundo, un ladrón, se la había jugado a él, a un hidalgo rico heredero de una casa solariega! Y lo que era peor, ¡esto no sería más que el principio, el comienzo de su carrera espléndida! Carlos, mortificado por sus pensamientos, no prestó atención a lo que hablaban; luego oyó un beso, y poco después las ramas de un árbol que se movían.

Como todo es relativo en el mundo, para la gente de escalera abajo de la casa solariega el ama representaba un salvaje muy gracioso y ridículo, y se reían tanto más con sus patochadas cuanto más fácilmente podían incurrir ellos en otras mayores. Realmente era el ama objeto curioso, no sólo para los payos, sino por distintas razones, para un etnógrafo investigador.

Volvía Julián preocupado a la casa solariega, acusándose de excesiva simplicidad, por no haber reparado cosas de tanto bulto.