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Sentáronse y sentéme; y porque el otro lo llevase mejor, que ni me había convidado ni le pasaba por la imaginación, de rato en rato le pegaba yo con la mozuela, diciendo que me había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras de este modo, con lo cual llevaba mejor el verme engullir, porque tal destrozo como yo hice en el ante no lo hiciera una bala en el de un coleto.

Nosotros nos fuimos a casa juntos como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme. Yo entendíles la flor y sentéme. Sacaron naipes: estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo, y ganéles cosa de trescientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa.

El brillante fuego le daba a la vieja estancia, con sus colgaduras fúnebres, un aspecto alegre y confortable que contrastaba con la fuerte helada exterior, y no teniendo deseos de dormir todavía, me eché en una silla de brazos y senteme a reflexionar profundamente.

Dispuso con un ademán de los suyos que me sentara en el centro del sofá, y senteme allí. Delante del sofá, a sus dos extremos y mirándose frente a frente, había dos butacas. La mujer se sentó en la una y el marido en la otra. Colocados así los tres, el espectro estaba a mi derecha. »El bueno de don Santiago había estado muy afable y cortés conmigo... y también un poco desconcertado al saludarme.

Con esto, ellos quedaron ciertos del caso y creída la mentira. Vinieron los acólitos y ya yo estaba con un tocador en la cabeza por disimular la corona y fingir la enfermedad; sahuméme con paja y afeitéme de tercianas, con una color de cera amarilla, y mi hábito de fraile, unos antojos y mi barba, que por ser atusada no desayudaba. Entré muy humilde, sentéme, comenzóse el juego.

Fuime por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara, y sentéme en un banco de los que tienen en sus puertas los mercaderes. Quiso Dios que llegaron a la tienda dos de las que piden prestado sobre sus caras, tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si había algún terciopelo de labor extraordinaria.

Sentéme a su lado en la escalera, como los demás con los suyos y con voz compasiva y amigable le ponderé lo mucho, que le iba en creerme.

Sentéme al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda; y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al desventurado señor mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de plato. Tanta lástima haya Dios de como yo había dél, porque sentí lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día.

Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras: un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento. Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí contemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la envolvían para recibir de nuevo las caricias del sol.

Sentéme, pues, y adormí los ojos para disfrutar voluptuosidad tan suave, cuando sentí entre las hojas algo que pasaba y bullía: tendí la vista curioso en derredor, y vi, pasmado, una de las palomas del ajimez misterioso que blandamente me rondaba casi hasta besarme con su pluma, sin azorarse por mi presencia.