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Actualizado: 25 de junio de 2025
Cuando los mozos se nos acercan, algunos con sonrisita galante y atenciones exageradas, ridículas, otros mirándonos serios, callados, como seguros de conquistarnos en cuanto abran la boca y se decidan, tú en seguida te encuentras en la gloria y respondes de la mejor manera posible a sus chistecitos amables y a sus miradas irresistibles.
Servía de base al drama el manoseado problema de la falsa posición creada por la sociedad al hijo natural, y el autor atacaba duramente ciertas hipocresías, que podrían ser ridículas sino tuvieran marcado carácter de intransigencias odiosas. La generala Pillote se mostró desde luego partidaria del perdón.
Fingen que hay en él ciertos árboles muy gruesos que destilan un género de goma con que se mantienen las almas, y que hay monos que en el aspecto parecen etiopes; que hay también miel y algún poco de pescado; da vueltas por todo aquel lugar una grande águila de quien fingen muchas fábulas ridículas, dignas de compasivo llanto por la ceguedad de esta gente.
«Álvaro seguía pensando Ana había hecho mal en revelarle aquellas miserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno que este fuera, y sobre todo en avergonzarla a ella con las aventuras ridículas y repugnantes del viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpa a su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado en cuerpo y en alma por toda la vida, según ella, pronto le disculpaba, reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aquello por amor, por arrojar del pensamiento de su Ana todo escrúpulo, todo miramiento que pudiera atarla al viejo que había hecho de lo mejor de su vida un desierto de tristeza».
No tenía esos aburrimientos negros de los hombres gastados: no se le ocurría jamás una frase irónica, incisiva, de las que aun entre enamorados suelen usarse. Sus alegrías eran bulliciosas y pueriles hasta rayar en ridículas. Divertíase en correr por las habitaciones del pequeño entresuelo detrás de Clementina, o en esconderse de ella y asustarla.
Todas las supersticiones se borraron de pronto de su privilegiada inteligencia: no sólo la superstición de Dios, la del alma y la moral, inventadas por la debilidad de los hombres secundada por la ambición de los sacerdotes, sino ciertas nociones ridículas en que el género humano se había entretenido puerilmente hasta ahora; las ideas de lo verdadero, lo bueno y lo bello.
Felipe no sabía qué hacer ni qué excusa presentar; era tan grotesca su actitud y tan francas y ridículas sus palabras, que los demás rompieron a reír estrepitosamente.
Comenzó a sentir vergüenza de quemar hombres, con todo su aparato de sermones, vestiduras ridículas, abjuraciones, etc. Ya no se atrevió a dar autos de fe. Cuando le era necesario revelar que aún existía, contentábase con unos azotes dados a puerta cerrada.
Raimundo salió hasta la escalera para despedirla, repitiéndole algunas frases amables y cordiales que no impresionaron a la dama, a juzgar por su continente grave. Bajó las escaleras descontenta de sí misma, embargada por una sorda irritación. No era la primera vez, ni la segunda tampoco, que su temperamento impetuoso la colocaba en estas situaciones anómalas y ridículas.
Y todo esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea.
Palabra del Dia
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