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Actualizado: 11 de junio de 2025


Mario quedó algo confuso por aquella indiferencia, y añadió sacando el reloj: Las nueve y media ya... Otros días está aquí a las nueve. El mismo silencio por parte del joven de la luenga barba. Una miradita a la puerta, otra a su regordeta vecina y un sorbo de café fueron las tres cosas que supo hacer para indemnizarse del desdén de su compañero.

Tal fue la primera idea que se le ocurrió a Silas, estupefacto de sorpresa. Sin embargo, ¿era aquello un sueño? Se puso de pie, aproximó los tizones, y echando encima algunas virutas y hojas secas consiguió levantar llama, pero la llama no hizo desaparecer la visión: no hizo más que iluminar más distintamente la pequeña forma regordeta de la criatura, así como sus miserables ropas.

Esta señora, pequeña y regordeta, con grandes ojos negros sin expresión y dientes grandes también, sanos y amarillos, entraba siempre con un cesto donde guardaba la labor. Sacábala con lentitud, trabajaba media hora en silencio escuchando atentamente todo lo que se decía, y al cabo recogía de nuevo los bártulos y se iba a hacer lo mismo a otra parte.

¡Manolo! dijo al fin bastante fríamente. ¿De dónde sales? ¿De dónde salgo?... Pues del tren, y antes de una fementida tartana que me ha desparramao los huesos por el cuerpo... Pero choca, criatura. ¿Es que no quieres darme la mano? añadió poniéndose serio repentinamente. ¿Por qué no? dijo ella extendiendo su mano regordeta por encima del mostrador.

La mujer murió en 1850; yo hice todo lo que pude por salvarla. El marido me pidió la cuenta y yo pasé dos años sin ir por la casa. El año último el sastre me envió a buscar; le encontré en la cama, de tal modo cambiado, que no podía reconocerle. Estaba tísico en el último grado. Así lo dije a una regordeta que lloraba a su cabecera.

¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre , sin cuidarse de él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía cierta señora que acababa de entrar.

La sonrisa de la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas solemnes palabras: Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.

En su extrema sorpresa Silas se dejó caer de rodillas y agachó profundamente la cabeza para examinar la maravilla: era una criatura dormida, una linda criatura regordeta, con la cabeza toda cubierta de rizos rubios y sedosos. ¿Era posible que fuera su hermanita que le volviera en su sueño, su hermanita que él había llevado en brazos durante un año, antes de que muriera, cuando él mismo sólo era un niño sin medias ni zapatos?

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