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Y diciendo esto se le representaron en la imaginación figuras y tipos interesantísimos que en novelas había leído. ¿Qué cosa más bonita, más ideal, que aquella joven, olvidada hija de unos duques, que en su pobreza fue modista de fino, hasta que, reconocida por sus padres, pasó de la humildad de la buhardilla al esplendor de un palacio y se casó con el joven Alfredo, Eduardo, Arturo o cosa tal?

Hacía más de quince días que su adorada no parecía por el entresuelito del Caballero de Gracia. A la una ya estaba aguardándola. Y en cuanto la columbró de lejos, corrió a abrirla con la misma emoción que si fuese una reina y con mucha mayor ternura. Mostróse ella reconocida, afectuosa; recibió con agrado sus vivas y apasionadas caricias.

Porque no estaba Juan: el pleito de los indios, aunque aquellos eran días de receso en tribunales como en escuelas, le había obligado a volver al pueblecito, si no quería que un gamonal del lugar, que tenía grandes amigos en el Gobierno, hurtase con una razón u otra a los indios la tierra que la energía de Juan había logrado al fin les fuese punto menos que reconocida en el pleito.

Cuando en compañía del que fue primer Presidente de nuestra República, ya constituida en definitiva y reconocida por todas las naciones, don Tomás Estrada Palma, en los últimos tiempos de la revolución, en la época en que en el puerto de la Habana voló el acorazado americano «Maine», hice yo un viaje a Tampa y Cayo Hueso, esto llamó profundamente mi atención.

Seguramente que el tejedor querría lo mejor para la niña porque se había dado tanto trabajo, y estaría contento de que una suerte tan grande le cayera a Eppie. Esta misma le quedaría siempre reconocida a su padre adoptivo y éste sería bien atendido hasta el fin de su vida, como lo merecía por su noble conducta para con la criatura.

Porque, ¿no podía ahora arriesgarse cuantas veces se le presentara la ocasión de decirle las cosas más tiernas a Nancy Lammeter, prometerle, así como él mismo, que sería siempre lo que ella quisiera? No había algún peligro de que su finada esposa fuera reconocida.

Volví a ver los hombres de nuevo, grandes como no son; y abrí los ojos buscando mi cicerone. No vi nada, sino el gran cuasi por todas partes. Es cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son; yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente de negarlo.

Si un deudor se niega á pagar una deuda reconocida, paga por la primera falta el doble, por la segunda el triple y por la tercera queda hecho esclavo ó paga con su pellejo.

Sin duda que el llegar al último fin, es un grande interés del ser inteligente; pero al menos este interés se toma en un sentido grandioso, que no alienta el desarrollo de un egoismo mezquino. Reconocida esta diferencia entre las dos doctrinas, diré que tampoco esta última me parece admisible. La bondad moral ha de ser conducente al fin; mas esto no constituye el carácter de la moralidad.

Este sesgo del asunto tiene para la familia la ventaja de que mi Sra. la Condesa no pasará ningún bochorno. La Srta. Inés ha sido reconocida por aquel...» Un violento golpe arrebató el papel de mis manos.