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He sido vicario, trabajando del alba a la noche por seis reales al día: peseta y media, don Fernando. Y todavía el barbero del pueblo y otras malas lenguas murmuraban de la vida regalona que llevamos los de la Iglesia... Cuando vivía en Madrid, cerca del diputado del distrito, solicitando un puesto mejor, he andado hecho un azacán de sacristía en sacristía pidiendo misas como el que pide limosna.

O no se convencía Ponte, o convencido de lo buena que sería para él la posesión de la peseta, le repugnaba el acto material de extender la mano y recibir la limosna.

Los ha pedido a su suegro de Santiago; y como el suegro de Santiago no tiene tampoco una peseta disponible, como usted me enseña... héteme aquí que se los ha dado el suegro de los Pazos. ¿Se le cuentan dos suegros a ese candidato carlista? preguntó el gobernador, que a su pesar se divertía con los chismes del secretario.

Entre tantas combinaciones no se le ocurrió al joven Relimpio la más sencilla de todas, que era trabajar en cualquier arte, profesión u oficio, con lo que podía ganar, desde un peseta para arriba, cualquier dinero.

Entraba como un cadáver, y salía desconocido, limpio, oloroso y reluciente de hermosura. La restante peseta la empleaba en comer y en vestirse... ¡Problema inmenso, álgebra imposible!

Y la jota esparcía por todo su ser tristeza infinita, pero que al propio tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se extendía suavemente untado por una mano celestial. «Debí darle la peseta» pensó, y esta idea le produjo un remordimiento indecible.

Decididamente, hoy me ahorco. Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro varas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida. ¿Y qué virrey gobernaba entonces?

Por su obsesión de escribir renunció a todo y sacrificó los cincuenta años de su vida. Todos sus artículos, sus versos, sus libros, no le produjeron una sola peseta, ni pusieron una sola hoja de laurel sobre su ataúd pardo y siniestro de hospital. A veces el arte es demasiado cruel; deidad y vampiresa exige hasta la última gota de sangre de sus pobres ilusos.

Don Acisclo era muy estrecho y escrupuloso de conciencia, y se ponía a buscar con afán a alguien que se llevase el vino por su justo valor; pero no le hallaba. Nadie daba por cada arroba sino seis o siete reales menos de lo que valía. Entonces D. Acisclo se sacrificaba; allegaba el dinero, se le enviaba al marqués, y tomaba el vino para por una peseta menos en cada arroba.

La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara. Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá.