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¡Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba el placer, y le cortaba la voz en la garganta!

Lo que a ella le interesaba no eran las manotadas y enfurecimiento de aquel santo varón que no cabía en el púlpito, sino el aspecto y brillo del público, de aquel público que, si hubiera revisteros de iglesia, sería distinguido, elegante y numeroso, como el de los teatros. ¡Oh! ¡Dios de mi vida! ¡Qué injusticia tan grande!

Nunca he visto un hombre tan feliz, ni adornar una dicha mediocre con la esplendidez que lo hacía el cura con los reflejos de su buen natural, y de su espíritu algo infantil. ¡Si es que parece exactamente un púlpito! decía riendo y restregándose las manos.

Todos los viernes de Cuaresma la Real Audiencia Territorial pagaba y oía con religiosa atención o mística somnolencia un sermón que alguna notabilidad del púlpito vetustense predicaba en Santa María, la iglesia antiquísima.

Si en los asuntos dogmáticos buscaba el auxilio de la sana razón, en los temas de moral iba siempre a parar a la utilidad. La salvación era un negocio, el gran negocio de la vida. Parecía un Bastiat del púlpito. «El interés y la caridad son una misma cosa. Ser bueno es entenderla». Los muchos indianos que oían al Magistral sonreían de placer ante aquellas fórmulas de la salvación.

Andar bajo palio, hablar desde el púlpito y dar la mano a besar, le parecían mayores signos de prestigio que ir a caballo con música delante, espada en mano y batallones detrás; así que, cuando su padrino le dijo que estudiara para cura, su infantil imaginación acogió la noticia con una emoción muy semejante a la alegría. ¿Qué otra carrera había de darle un hombre entregado a servir medio de guía, medio de agente a los intereses y la parcialidad del clero?

Tendréis una espléndida iglesia y un púlpito, señor cura, pero un verdadero y espacioso púlpito. Arrancaron los caballos, y me asomé a la ventanilla para poder ver por más tiempo a mi viejo cura, que me hacía señales de cariñosa despedida, sin pensar en ponerse el sombrero, pues una feliz y dichosa esperanza había nacido en su corazón. Esta visita al cura sólo me hizo un bien pasajero.

Oíanse en aquella parte del café cláusulas furibundas, proposiciones que parecían dichas en un púlpito, y descollaba sobre el tumulto la valiente voz de Pedernero gritando: «Yo le digo a usted que ningún Santo Padre ha podido sostener ese disparate. No jorobar. Yo le reto a usted a que me traiga el texto, y si no lo trae, es prueba de que lo inventa usted».

Se dijo que más de un alma se sintió regenerada con la eficacia de aquel discurso, y que fueron muchos los que juraron eterna gratitud al Sr. Dimmesdale por el bien que les había hecho. Pero, cuando bajó del púlpito, le detuvo el anciano sacristán presentándole un guante negro que el ministro reconoció por suyo.

En seguida subió al púlpito, que era como una jícara grande pegada a la pared, y después de arrodillarse nuevamente y pedir otra vez al Altísimo gracia y santidad de inspiración, empezó persignándose y recitando un Ave María.