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Esta mujer me vuelve loco pensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento . Si estoy chocho, si no lo que me pasa... ¡Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, me declaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo... Al buen señor se le ponían los ojos encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora sinceridad.

En ocasiones nos sacaba los colores al rostro. Ganas daban de contestarle con un revés o con un insulto atroz; pero Quintín tenía siempre una sonrisa, un chiste, una frase cariñosa para calmar la tempestad. Paraba el golpe, y no había más remedio que tomar a broma el incidente, reir, dar un abrazo a quien momentos antes hubiéramos estrangulado de muy buena gana, y seguir oyéndole.

En un abrir y cerrar de ojos se levantaba y echaba a correr detrás del hermano. Todavía me parece que estoy oyéndole cantar al alejarse: La corona se quita María y a su propio Hijo se la presentó, y le dijo: «Ya yo no soy Reina, si no suspendes tu justo rigorJesús respondió: «Si no fuera por tus ruegos, Madre, ya hubiera acabado con el pecador

-Que me maten, Sancho -dijo, en oyéndole, don Quijote-, si nos ha de suceder cosa buena esta noche. ¿No oyes lo que viene cantando ese villano? - oigo -respondió Sancho-; pero, ¿qué hace a nuestro propósito la caza de Roncesvalles? Así pudiera cantar el romance de Calaínos, que todo fuera uno para sucedernos bien o mal en nuestro negocio.

Contemplándole, chispeaba el amor en los ojos de Luz; oyéndole hablar enamorado, el fulgor desaparecía tras un velo de negras tristezas. Se la atormentaba con lo que creíamos infundirla alientos, y había que desistir de la empresa. ¡Cómo nos descorazonaba esto!

Beber y más beber. El vinazo y el aguardientazo le remataron. Una mañana despertó ella oyéndole dar unos grandes gruñidos... así como si le estuvieran apretando el tragadero. ¿Qué era? Que se estaba muriendo. Saltó espantada de la cama, y llamó a los vecinos. No hubo tiempo de suministrarle y sólo le cogió la Unción. Esto pasaba en Lérida.

El bueno del hombre, viendo la satisfacción que experimentaba oyéndole hablar del Japón, habíame pedido que revisara su Memoria, y yo me apresuré a complacerlo, no sólo por amistad hacia ese viejo Simbad, sino también para enfrascarme más y más en el estudio de ese hermoso país, el amor al cual me había transmitido. La tal revisión me fue muy penosa.

Un rato estuvo sentada en el sofá, oyéndole disparatar y aguardando a que avanzara un poco la mañana par avisar a doña Lupe. Antes de ir a lavarse, pasó por la alcoba de su tía, que ya estaba vistiendo, y le dijo: «Hoy está atroz... ¡pobrecito!... A ver si usted le puede calmar». Voy, voy allá... Veo que sin no os podéis gobernar. Si yo faltara... no quiero pensarlo.

Y en cualquier lugar que usted esté yo le adivino y sería capaz de encontrarle con los ojos cerrados. Cuando usted está a mi lado, mi corazón se dilata y se hincha de tal modo, que no me cabe en el pecho. Cuando usted habla, su voz me entra a borbotones por los oídos y me embriago oyéndole.

La marquesa sintió que el corazón se le oprimía, oyéndole hablar de aquel arrepentimiento en que no entraba la idea de Dios; de aquel amor a su mujer en que no entraba la ternura hacia su hijo, y dulcificando con un esfuerzo de su poderosa voluntad más y más su sonrisa, y dando a su acento más marcado tinte de confianza y de cariño, dijo moviendo desdeñosamente la cabeza: ¡Bah!... No pienses en eso...